Carta de la Misión (6)

 

 

                                                                                                                                       20 de Octubre de 1998

 

 

Lo que ni lo huracanes pudieron derribar

 

 

”¿Quién es este que hasta el viento y las olas le obedecen?”

 

 

            A todos aquellos que hayan leído la Carta de la Misión anterior les quisiera asegurar que la escribí antes de que pasara literalmente por encima de San José de Los Llanos el huracán Georges y que el título que llevaba (huracán de amor en el cañaveral) es pura coincidencia con el devastador fenómeno atmosferico que habría de derruir  pocos días después totalmete la República Dominicana y otras islas del Caribe.

 

Creo que la Carta de la Misión que merecería llevar ese título no era aquella sino esta. Si es verdad que el huracán ha sido algo verdaderamente espantoso para todos los habitantes del país y sobre todo los más pobres, es extraordinario el movimiento (¿huracán?) de amor que esta tempestad ha suscitado entre tantas y tantas personas de todo origen y condición. ¡Cuanto bien y cuanto amor han brotado espontaneamente ante el dolor y el sufrimiento de estos hermanos nuestros! No tengo la menor duda de que hoy - ¡como siempre! – el sufrimiento es complice de Dios.

 

            Deseo sobre todo con esta Carta dar gracias a tantísimas personas maravillosas que han dado con tanta espontantanea generosidad, no de lo que les sobraba sino “de lo que tenían para vivir” por amor a los hermanos más necesitados. Yo lo que deseo desde lo más profundo de mi corazón misionero es que a todos aquellos a quienes el sufrimiento de estas pobres gentes les haya movido a la generosidad que les sirva a ellos  a su vez para acercarse cada vez más a Dios, que les ayude a descubrir existencialmente que hay un Dios que está vivo. El Dios que ha tocado sus corazones para ser generosos y compartir sus bienes y su amor con los pobres es el mismo Dios que un día tocó mi corazón y me dio la gracia de dejar mi casa, mi familia, mis gentes, mis cosas para irme con Él, para marchar sólo con Jesús a tierras lejanas. ¡Qué cierto es lo del Evangelio que quien deja todo por Jesús recibe cien veces más! Lo acabo de ver palpaplemente con mis propios ojos estos días que he pasado por Madrid.

 

            Si hermosas han sido las lecciones de amor que tantas personas maravillosas me han dado a lo largo de estos días de mi paso por España, no menos lo han sido las de las gentes de la misión que con el paso del huracán todo lo perdieron. A mi el huracán me sorprendió en Haiti, el país vecino con quien República Dominicana comparte la isla de La Española. También allí fueron terribles las consecuencias del vendaval. Estaba en esos días predicándoles Ejercicios Espirituales a una comunidad de hermanas de la Madre Teresa de Calcuta. Al saber de los destrozos que había causado el huracán, rápidamente regresé a la misión. Llegué de noche. Era un espectáculo tan desolador que apenas si reconocia la parroquia. Donde había estado la casa de doña Isabel, ya no estaba, así una casa tras otra, una familia tras otra, tan sencillo y tan horroroso. No había ni luz eléctrica, ni teléfono, ni agua corriente, sólo gente que deambulaba por las calles como sombras sin rumbo aparente o que miraba incrédula los escombros de sus casas, los escobros de sus vidas derrumbadas.

 

            Rápidamente me armé de un potente foco que conecté a la batería de mi camioneta y me dediqué a recorrer el pueblo, calle por calle y casa por casa en compañía de algunos jóvenes de la parroquia. Trataba de pensar en la ayuda que tendría que ofrecer cuando mañana amaneciera a los más necesitados en nombre de la Iglesia.

 

            Tempranísimo, rayando el alba fui a la parroquia vecina, El Puerto ya que en esos días su párroco y buen amigo el padre Antonio estaba en España. La situación era parecida, campitos que habían desaparecido o quedaba una sola casita donde antes había más de sesenta.

 

            Regresé a mi parroquia y empezé a organizar a los refugiados que había dentro del templo parroquial, más de treinta familias que todo lo habían perdido estaban viviendo allí, dormian, cocinaban… la iglesia era su hogar, su único techo, su casa. En el comedor infantil que la parroquia tiene en el barrio más pobre y marginal también se habían refugiado allí casi cien personas. Como el comedor infantil Cristo Redentor reunía condiciones para ello lo acondicionamos para que todo el que no tuvies comida, agua potable o techo pudiese encotrar refugio. Con la ayuda de un seminarista de la parroquia me fui a al batey de Cánepa (batey es una población de haitianos que se dedica al corte de la caña de azucar) donde me habían dicho que todavía funcionaba la bomba de agua, cargué cuatro tanques de casi cien litros cada uno y allá nos fuimos. Habiéndo asegurado el agua potable para beber y cocinar para tal gentío llegábamos al final de la mañana y nos dispusimos a encontrar comida para tanta gente.

 

Con dos misioneras láicas de El Puerto y algunos voluntarios de mi parroquia, nos fuimos a la capital a buscar comida y  llamar por teléfono a nuestras familias y así tranquilizarlas. Afortunadamente un buen amigo dueño de unos grandes supermercados me hizo ir inmediatamente a sus almacenes donde cargamos los camiones de lo más esencial para la población. Así regresamos a la parroquia.

 

            Al día siguiente, domingo, celebré la Santa Misa en Los Llanos y en la parroquia de El Puerto. A medio día llegó el padre Antonio en el primer avión que había podido encontrar, en la cabina del piloto. Yo por la tarde me fui a recorrer los campos. Indescriptible la odisea. Nadie había ido a recorrer las comunidades rurales desde el paso del huracán. Teníamos que sortear inmensos árboles caidos en medio de los caminos, otras había que cruzar autenticas lagunas de fango, durante cientos de metros circulábamos por medio de los cañaverales, hasta que conseguimos llegar a los primeros poblados: La Rufina, El Coquito, Paña Paña, Gaviota, El Guajabo… eran pueblos que ya prácticamente no existían. Allí estaban las gentes, con sus mismos escombros de tablas de palmera y hojas arrugadas de cinc, tratando reconstruir siquiera un pequeño cuchitril donde resguardarse y así comenzar a rehacer sus vidas, sus familias.

 

            Lo que más me asombraba al ir de campo en campo es que nadie se quejaba, nadie protestaba, nadie alzaba un dedo acusador contra Dios. Ninguno me poreguntó que por qué Dios había hecho o permitido semejante tragedia. Al contrario, para mi sorpresa, daban gracias a Dios porque nada peor les había ocurrido, por haberles salvado milagrosamente la vida. Si de algo se lamentaron en todos los pueblos, lo que de verdad me decían con auténtica pena en la voz y en el rostro era: “padre, se ha caido la iglesita”. De los sesenta pueblos que atiendo solo veinte tenían capilla y las veinte se han caido.

 

            Los testimonios de estas pobres gentes fueron extraordinarios. En un pueblo, cuando ya me despedíales dije: “no se olviden de rezar” a lo que me respondió una señora: “padre, Dios siempre escucha todas nuestras oraciones, lo que pasa es que cuando le pedimos, aveces dice que si y aveces dice que no”. Oir a una pobre mujer rodeada de niños pequeños dar testimonio de su certeza de que Dios siempre escucha sus oraciones cuando estamos hablando frente a la ruinas y escombros de su casa da mucho que pensar a cualquiera.

 

            En nuestro recorrido de un campo a otro, llegamos finalmente a El Manguito, es un campo especial porque es la única iglesita que tiene Santísimo Sacramento, al llegar allí confieso que por primera vez me emocioné y me eché a llorar, entré sólo en lo que quedaba de la iglesia, saltando sobre ladrillos, tablas atravesadas, pedazos de bancos… no estaba el Sagrario… No me había dado cuenta que detrás de mí había entrado una señora, la que durante años había cuidado de la iglesia y cuya casa se había derumbado como todas las demás y sin más saludos me dijo: “no se preocupe, padre, que el Señor está bien. Cuando vimos que se caía la iglesia mi marido salío en medio del huracán y trajo el Sagrario a casa. Se escondió abrazadó a él debajo de una cama. No le ha pasado nada al Señor. Le hemos hecho un cuartito lo mejor que hemos podido…”. Yo sencillamente no lo podía creer, allí en un rincón de lo que antes había sido su casa habían levantado una tablas con una cortina. Me arrodillé un momento a orar, me levanté de nuevo y me quedé mirando. Me dice la señora: “no se lo va a llevar ¿verdad? Porque si se lo lleva si que nos quedamos sin nada”. Uno se siente a veces tan pequeño, tan poca cosa, tan pecador, ante una fe tan grande, tan pura, tan verdadera. De aquí el título de esta carta. Esta fe, este amor a Dios incondicional, es lo que no pudo arrancar ni destruir el huracán.

 

            El lunes volví a los campos a llevar más comida y ropa que los catequistas de los otros pueblos veníana buscar y distribuir en sus propias comunidades. Por la tarde fui a visitar los bateyes de haitianos para ver en las condiciones en que habían quedado. El mismo expectáculo desolador, algunos bateyes eran ahora pueblos fantasma, no quedaba en pie más que las ruinas de las pocas estructuras de ladrillo en medio de una llanuras impresionantes de cañaverales arrancados de cuajo.

 

Al día siguiente salía para España donde encontré una respuesta extraordinaria de tantísima gente, que, aveces sin conocerme de nada, me ofrecía su apoyo, su colaboración económica, se ponía a mi disposición para lo que fuese necesario. Sería imposible enumerar a tanta gente que verdaderamente dio como la viuda del Evangelio. No puedo dejar de mencionar el apoyo incondicional de mi familia (¡creo que mi fugaz paso por casa de mis padres ya ha sido descrito como el paso del huracán Christopher!), la casa de mi hermano y su mujer de repente se convirtió en un almacén con más de cuatro toneladas de ropa usada… La generosidad de las comunidades de clausura fue admirable. La colaboración de los misioneros láicos que habían estado este verano en San José de Los Llanos y tantísimas otras que con su amor discreto y su caridad oculta respondieron dando con dolor, dando con sacrificio, privandose de algo en favor de los que nada tienen.

Capítulo aparte lo merece la participación el el programa de la COPE “El Espejo” gracias al padre Gago que me invitó. Tuve la feliz ocurrencia de dar el número de teléfono de mi casa para que la gente pudiese llamar y para que fue eso. Hasta el día de hoy ha estado llamando gente. Gente maravillosa. Gente extraordinaria y de una fibra humana y cristiana impresionante. Gente rica, gente normal, gente muy pobre pero todos con el mismo interés por saber como ayudar. Llamaban de toda España, desde un sacerdote de parroquias rurales que había hecho una colecta entre sus feligreses que no me conocía de nada y que había oido el programa por la radio a una asistenta con su marido e hijos en paro que quería ayudar como pudiese. Esta es la buena gente de España de corazón sensible y misionero. Yo la verdad es que tengo que confesar que no me explico como la gente, sin conocerme de nada, sin haberme visto jamás la cara, ni siquiera en televisión, con un número de teléfono de una casa particular ha podido ser tan generosa. ¡Bendito sea Dios que hace tales maravillas entre su pueblo!

 

            Con la ayuda que ya se ha recogido y con la que esperamos que siga llegando, tenemos una serie de proyectos concretos:

 

            a) Ante todo construir las capillas, tanto las que se han caido como en la tantos otros pueblos que no las tienen. La gente necesita a Dios antes que ningún otro bien o servicio que la Iglesia pudiera ofrecerles. Además que la capilla o iglesita sería el único edificio de ladrillo y cemento de los pueblos y serviría para las reuniones de la comunidad, la catequesis de los niños y por supuesto como refugio para la población cuando vuelva a soplar el siguiente huracán. Ya daré un presupuesto preciso en cuanto me ponga en contacto con los arquitectos e ingenieros.

 

            b) Necesitamos otro vehículo todoterreno a modo de microbus para uso de los misioneros voluntarios y para los evangelizadores de la misma parroquia, con el fin de que puedan llegar a los poblados más lejanos. Estamos teniendo muchos peoblemas de transporte en la obra de la evangelización y asistencia a estas gentes.

 

            Para aquellos que quieran colaborar económicamente lo pueden hacer a la cuenta corriente abierta en Madrid para este proposito:

 

Padre Christopher Hartley

Banco Spirito Santo

Calle Velazquez, n.

Madrid

Cuenta Número: 30-1172-90

 

Para más información sobre los proyectos de la misión, por favor, poneos en contacto con Teresa Parladé…….

 

            En nombre de todas estas gentes os doy una vez más y de todo corazón las gracias. No os podéis imaginar lo que es estar en la brega de cada día sólo en la misión y darte cuenta que detrás de ti hay tanta gente que reza por ti, que se acuerda de tus gentes, que quiere compartir lo que tiene con los que no tienen nada. Sobre todo le pido a Dios que el que de, que de por amor a Dios, como signo de conversión del corazón, que de recordando que es a Jesús a quien estamos socorriendo en la persona de los pobres. No me interesa cuanto dé la gente con todo lo urgente que es la ayuda, lo que me interesa de verdad como sacerdote misionero es que la gente, los de aquí y los de allá se encuentren con el amor de Cristo en sus vidas por medio de la misión de la Iglesia.

 

            Con mi más cariñosa bendición y asegurandoos una oración muy especial ante el Sagrario de la misión.

 

 

                                                                                                Padre Christopher