Carta desde la Misión (015)
Meditación de un misionero ante la cruz
Este mes de Noviembre cumplo diecinueve años de sacerdocio y con esta ocasión se me ha ocurrido que quizá sea bueno que conozcáis no sólo la misión sino también al misionero.
Noviembre de 2001
Una tarde venía por la carretera que va a Los
Llanos con más penas en el alma y más problemas de los que este pobre misionero
podía soportar. Encima me había “enchivado” con la camioneta azul y había
pasado horas solo, atrapado en un mar de barro, abrasado por el sol del Caribe,
nadie me había ayudado... porque no había nadie por ese lodazal de caña y fango
que ni siquiera supiese que estaba yo allí. Venía agotado, cansado, y quizá con
cierto desánimo, lo confieso. Me pesaba la parroquia, me aplastaba la misión.
Me parecía que corría y corría de un lado a otro y no había hecho nada en todos
estos años, me sentía bastante fracaso. Venía diciéndome a mi mismo: ¿no querías gastarte por Cristo y dar la vida
por Él? Pues toma una misión a la medida de tus ambiciones.... En aquel
instante me encontraba a la altura de la entrada del batey de Copeyito y
recordé que me habían dicho que había una enferma, entré en el batey y pregunté
por Marta.
Marta vivía en una casucha infame del
Consorcio Vicini con otros nueve de familia entre hijos, hermanos, su madre...
Marta estaba inválida, tendría quizá 34 años, el cuerpo esquelético cubierto de
costras sobre un camastro mugriento. Entré con el mismo desánimo con el que
venía por la carretera, entré diciendo en mi interior: no sé ni para qué entro si hoy ya no puedo más, estoy muerto, agotado,
si no tengo nada que dar, si me pesa la vida y me duele hasta el pelo de la
paliza que llevo en el alma y en el cuerpo. Marta no me conocía, me acerqué
a ella, el olor era espantoso, la habitación única un caos de mugre encostrada.
Le di la mano y le ofrecí una mueca por sonrisa, le dije: Marta, soy el padre. Marta sí que sonrió de verdad, de sus
adentros, y me ofreció una silla a la que le faltaba una pata y me dijo: padre ¿ha venido a rezar? Yo, si os digo
la verdad no sabía ni para qué había ido. Me pilló por sorpresa, era ella quien
le recordaba a su pastor herido de batallas - el profesional de la oración -
para qué había ido hasta su lecho. Confundido le alcance a mascullar: Así, sí, claro, para eso he
venido, para rezar.
Instintivamente abrí la mochila y busqué el
Breviario. Lo abrí sin pensar, por las Vísperas de esa tarde y sin más
preámbulo comencé o rezar el himno. Jamás lo olvidaré mientras viva. Los que
rezáis la Liturgia de las Horas lo conocéis:
En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.
¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?
¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?
Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.
Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta. Amén.
En esta tarde, Cristo del
Calvario,
vine a rogarte por mi carne
enferma;
Marta me escuchaba en absoluto silencio y a
pesar del ensordecedor ruido de la bachata y el merengue del prostíbulo de al
lado yo no veía ya más que la viva imagen de un Cristo desgarrado, triturado por
mil hambres y mil cruces. Marta ya no tenía más fuerzas para vivir pero no
había perdido la sonrisa. Poco a poco fueron llegando sus cuatro hijos,
entraron tres niños y una niña. Me los presento a todos, con verdadero orgullo
de madre. La niña era preciosa, con sus moños y sus trencitas, el pelo lleno de
adornos de plásticos de colorines, todo sonrisas y timideces. Cuando llegó a la
niña me dijo: padre, este es Peter.
Me quedé pasmado y sorprendido y le dije: pero,
¿cómo se va a llamar Peter si es hembra?. Marta se me quedó mirando y me
dijo: no es hembra, padre, Peter es varón.
No lo podía creer. Marta, al ver mi asombro
me miró muy sería, le empezaron a caer dos lagrimones y me dijo con la voz muy
queda: padre, cuando una madre se
desespera hace lo que sea. Locuras. Yo he hecho la promesa de vestir a mi hijo
de hembra hasta que Dios nos saque de esta miseria insoportable en la que
vivimos. Yo ya no sabía que decir.
pero, al verte, mis ojos van y
vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con
vergüenza.
Le dije que a Dios no hacía falta obligarle a
ser bueno y a acordarse de los pobres. Pedí una tijera y yo mismo le corté el
pelo a la niña que se iba convirtiendo poco a poco en varón. Le vistieron de
chico. Peter me lo agradecía todo con la mirada. Sabe Dios las humillaciones
que no habría sufrido en la escuela. Se me abrazó y me dijo al oído: en el colegio dicen de mí: ´mira, esa niña
hace pipí como los varones...´ sólo
Dios conoce la hondura del sufrimiento de un niño.
Le pregunté a Marta por el padre de sus
hijos, me dijo que: cada uno es de un
padre diferente. Se me escapó alguna moralina que ciertamente en ese
momento estaba fuera de lugar y Marta me fulminó: padre, seguro que a usted nunca le ha faltado de na´, pero cuando una
mujer no tiene nada que darle de comer a sus hijos, si hace falta se acuesta
con un perro. Sentí tanta vergüenza de mi moralina burguesa para gente “bien”.
Al llegar esa noche a casa me fui a mi
capillita y en el claroscuro mire la cruz, la cruz guardiana de todas mis
confidencias. Miré al crucificado y sólo repetía en mi corazón:
pero, al verte, mis ojos van y
vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con
vergüenza.
Esa noche en la capilla, sólo podía repetir
mirando a la cruz:
Jesús de mi vida,
haber conocido tu amor y tu bondad hace ya tantos años y todavía
andarme con quejas y tacañeces. Pastor bueno, tan herido de pecados y de amores
¿cómo puedo quejarme cuando has sido siempre tan bueno conmigo? Siento está
noche una inmensa vergüenza al ver la valentía de una madre inválida y enferma
y a mí “que nunca me ha faltado de na´“ no se me ocurre mas que quejarme como
si tu tuvieses que agradecerme mis pobres favores. Mira a tu sacerdote, Cristo
del Calvario, de tantos calvarios donde mueres olvidado. Mira a este pobre
sacerdote tuyo - torpe aprendiz de misionero - que en su primera juventud
tantas promesas de amor y amistad fiel te profesó. Mira con piedad mi carne
enferma, mi enfermo corazón. Sacerdote de tantos sueños y ambiciones, que al
cabo de los años después de pretender navegar océanos infinitos por tu amor,
aún chapotea y se anda con tacañerías para vadear los pequeños charcos de la
misión. Siento vergüenza porque al verte, mis ojos van y vienen de tu cuerpo
perforado de amor sobre el madero de una cruz, a mi cuerpo tan blando y cómodo,
de mil lindezas regalado. Señor Jesús, buen amigo y compañero, con quien tanto
he sufrido y tanto he gozado, concédeme no quejarme jamás.
¿Cómo quejarme de mis pies
cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
A partir de ese momento Marta fue inundada de
inmenso cariño y cuidado por parte de todos los misioneros. La Iglesia Madre
jamás desmayó en cuidados y atenciones con ella y con sus niños. Ella sufría
dolores espantosos por todo el cuerpo pero el dolor más grande era la herida de
la espalda. Una llaga purulenta que jamás cerraba. Le dolían las piernas, los
pies, las articulaciones, el cuerpo entero.
Marta recibía a los misioneros como la
llegada del mismo Jesús a su cuchitril. Por allí pasaron Yolanda, Teresa,
Pedro, Juanjo... y una lista interminable de jóvenes misioneros dispuestos a
dar lo mejor de su amor. Bañaban a Marta, le cambiaban la ropa, lavaban sus
llagas que recubrían su cuerpo como una leprosa. Sobre todo le aseguraban con
su presencia que la Madre Iglesia la acogía en su regazo con ilimitada ternura.
Le llevamos alimentos para todos y (cuantas veces fuimos al colmado a pagar sus
interminables deudas! ¡Cuantas veces me decía: en el colmado ya no me fían!.
Entré muchísimas veces a ese batey a verla.
Como estaba en el camino de vuelta de mis correrías por campitos y bateyes
llegaba ya al final de mis fuerzas y... otra vez las quejas, el refunfuño
interior...:
¿Cómo quejarme de mis pies
cansados,
cuando veo los tuyos
destrozados?
Aprendí tanto de esta mujer. Era casi
imposible oír una queja de sus labios. Yo le hablaba de la bondad de Dios, de
la vida eterna, hasta que en una ocasión me preguntó: padre, ¿qué hay que hacer para ir al cielo? yo no estoy bautizada y
mis hijos tampoco... y dígame, también los prietos (negros) se van al cielo...?.
Cuantas veces al regresar a mi pequeña
capilla después de ver el sufrimiento de Marta tenía que mirar al Señor en la
cruz:
Jesús del calvario.
Si me pudiese cansar un poco más por ti, si pudiese llegar a casa a la
caída de cada tarde, más cansado por haberte amado un poco más... si por amor
se me pudiese pegar un poco más del polvo del camino por haberte llevado más
lejos. Si por amarte me dolieran más los pies... Si por amor a todas las martas
de este mundo también los pies del misionero pudiesen quedar perforados... Si
por amor dejara de temer los tropiezos del camino y a mi me dolieran un poco
más los pies, para que a ti te dolieran un poco menos...
¿Cómo mostrarte mis manos
vacías,
cuando las tuyas están llenas de
heridas?
El día del bautismo de Marta fue
verdaderamente inolvidable. Fue una tarde del verano del ´99. Era el final de
otro día de misión. Poco a poco fueron llegando todos los evangelizadores de
los diferentes bateyes a donde habían sido enviados y nos apiñamos alrededor de
su camastro. De verdad que esa tarde había ambiente de fiesta, era la alegría
del encuentro. Los misioneros llegaban sucios y cansados pero inmensamente
felices. Todos conocían a Marta y todos la querían como amiga del alma. Tan
querida era que muchos le habían escrito desde España ¡cuanto disfrutaba ella
cuando le leíamos las cartas de los misioneros! lloraba de la emoción al pensar
que alguien en España se hubiese acordado de ella, aunque no supiese bien dónde
se encontraba semejante país (me llegó a preguntar que cuanto tardaba la guagua
(bus) a España).
Marta eligió a sus padrinos de entre los
misioneros. Pedro y Tere fueron los escogidos. La prepararon lo mejor que
pudieron. No sabemos en realidad lo que de verdad entendió, pero de lo que no
le cabía la menor duda es de que algo grande iba a pasar, que de verdad Dios
venía a su vida, a su corazón, que Dios venía de verdad a su casita. Quedó
convencida de que a Dios no le importaba la pobreza de su chabola, es más, que
cuando vivió aquí en la tierra Nazaret y Belén serían más o menos como este
batey.
A Marta no le cabía más felicidad en el alma.
Una palangana de plástico verde con un asa rota, desgastada de coladas
interminables de ropa, nudillos pelados de restregar el olor a sudor de la
amarga caña de todos los días y un cacito de alumino por concha. Cantamos y
cantamos todos, los misioneros la colmaron de besos, abrazos y cariños. Marta
era feliz, como no lo había sido jamás. Le regalaron una Biblia que guardaba
como su más precioso tesoro, se sentía el centro del universo, sabía que Dios
había venido a su vida y que desde ese instante su miseria de cada día ya no
era la misma. Marta había recibido a Dios como el único tesoro de su vida.
Aquella noche sólo supe decir:
Cuantas veces ante ti, Jesús, me he postrado por tierra, sin nada que
ofrecerte mas que mis manos vacías. Cuantas veces en esta capilla, que tantas
noches ha escuchado mis más íntimas confidencias, me he sentido el más pobre de
los pobres porque creyéndome, en mi ufanía, las alabanzas con las que el mundo
inmerecidamente me engalanaba, postrado ante ti, mi Dios crucificado, reconocía
humildemente, que me había pasado tantas noches bregando y volvía a la playa
sin haber pescado nada.
Ahora, aquí, en la quietud de esta noche veo tus manos clavadas al
madero bendito de la cruz, tan destrozadas, tan llenas de heridas. Yo que
pensaba que a tu pobre misionero siempre le exigías un granero cada vez más
repleto de fruto, hoy se que te bastan mis manos vacías. Te basta conque mis
manos se vayan tallando y esculpiendo sobre las tuyas, para que lo que a mí me
duelan tus clavos de más, a ti te duelan de menos. Ahora sé que no es el
aplauso y el éxito de este mundo lo que forja al misionero, sino que se mide su
valer por las heridas de unos clavos que el mundo no sabe ver, pero que dejan
al misionero sobre un madero contigo un poco más clavado.
¿Y me quejo aún esta noche por tener las manos vacías? Vacías, sí,
para extenderlas como un mendigo hacía ti, Jesús de todos los calvarios, y que
jamás me vuelva a quejar si la pesca o la cosecha es pequeña. Me basta esta
noche con que me duelan un poco más las manos cada vez más vacías de mí, para
bendecir, para acariciar, para curar, para amar, para servir. Vacías, sí, de
mí, pero llenas de tu bondad y de compasión. Manos, dame Señor de pastor, manos
llenas sólo de tu amor y tu ternura.
¿Cómo explicarte a ti mi
soledad,
cuando en la cruz alzado y solo
estás?
El calvario de Marta se agravaba, el consuelo
de los misioneros se esfumó tan rápido como se esfuman los días de otro agosto.
La vida postrada, la hambruna diaria, los niños desnutridos, las inconfesables
aberraciones morales de un batey donde todos luchan por sobrevivir, como los
esclavos de antaño en los galeones. La monotonía diaria tan dura y árida como
las jornadas por un desierto donde el paisaje de cada mañana es identico al
anterior. A Marta se le iba pudriendo la vida poco a poco. En eso Dios le mandó
un ángel, se llamaba Marina. Sólo en el corazón de Dios está escrito lo que
esta misionera hizo por ese Cristo roto llamado Marta.
La bañó, la vistió, le llevó comida, le
arregló tantas veces, sobre todo le llevó todo el amor de su joven corazón.
Cuantas horas junto al lecho de su dolor, cuanto sufrimiento compartido y
asociado a la pasión, gracias a la caridad de una misionera y ¡cuanta redención
para el mundo entero!
Marina fue con Marta a incontables
hospitales, en nuestro afán por hallar la causa de sus males. No entendíamos
por qué era inválida si le dolían las piernas y no había tenido ningún
accidente, sino que se había quedado paralítica poco a poco. Nadie sabe lo
largas que son las esperas en esos infames hospitales de un país del tercer
mundo, la desatención, el desinterés, la indiferencia, los desprecios por ser
haitiano. Sólo en el corazón de Dios están escritas las humillaciones continuas
que soportaron, por negra, por haitiana, por pobre... Por fin, un día logramos
que fuera atendida en el hospital militar de San Isidro. Allí dieron con el
diagnóstico de su terrible enfermedad. Marta tenía sífilis (y un montón de
cosas más). El médico le indicó a Marina que le hubiera gustado ingresarla pero
que no podía, que lo comprendiera, refiriéndose a su raza, a su color... y para
que la misionera lo entendiera claro, apuntilló el médico militar: comprenda señorita que a este hospital
vienen también nuestros familiares y no podemos ingresar a la gente esta porque
tendríamos que desinfectar todo el hospital... Otra vez Jesús abandonado
por las cunetas de la vida, sin siquiera un lugar donde reclinar la cabeza.
Marta vivía mucho Calvario y poco Tabor. Así regresó Marina con Marta al batey.
A su mugre, a su soledad a esa cueva de fieras que era su casucha. No sabíamos
como llevarle ayuda porque con darnos media vuelta, su familia caía sobre ella
como pirañas y le quitaban todo. Había que sobrevivir y el hambre no respeta la
enfermedad ajena.
¿Cómo explicarte a ti mi
soledad,
cuando en la cruz alzado y solo
estás?
¿Cómo explicarte que no tengo
amor,
cuando tienes rasgado el
corazón?
En la quietud de la capilla sencillamente
pude decir:
La soledad, Dios
mío, la soledad.
¡Hay tantas
soledades en la vida de un sacerdote! ¡y son tan distintas! En esta misma
capillita cuán diferentes las soledades que he vivido contigo. Al mirarte ahí,
tan solo, tan solo y tan quieto, desnudo sobre el leño santo, siento que mis
soledades no pueden ser sino icono y transparencia de las tuyas.
En tu vida, Jesús,
pasaste las soledades más hermosas y radiantes que mente humana pudiese imaginar...
esas noche a solas con el Padre amado, noches de amores y confidencias, noches
y soledades repletas de entregas y donaciones. Noches solitarias cuando la
palabra “Padre” te sabía a más amor. Soledades repletas de una oración
inmensamente gozosa, el abandono filial en su brazos, la confianza total en su
proyecto de amor.
Soledades con
María, tu madre. ¡Cuantas horas repletas de ternuras y silencios de enamorados,
cuando los ojos lo dicen todo y las palabras son innecesarias! ¡Cuantas
confidencias que Ella para siempre guardaría en su
inmaculado corazón, en el hondón de su alma!
Soledades con tus
amigos los apóstoles, noches estrelladas soñando las pescas mayores, soledades
de amigos junto al fuego. ¡Quién fuera testigo de tus alegrías, Jesús buen
pastor y compañero de mi alma!
Pero también, ¡que
espantosas esas otras soledades, de hieles y vinagres saturadas! Que solo te
sentiste de tus amigos traicionado, cuando aquella noche, al canto de los
gallos, a Pedro perforaste con el poder de tu mirada y lagrimas de sangre
quisiste que llorara. ¡Dios mío! que solo te alejabas de aquellos a quienes
llamaste amigos y ahora tan solo te dejaban. Cuán amarga aquella noche de
tenebrosos gritos - que no oraciones -
como niño gemías y buscabas en la noche el rostro bendito de tu Padre
que ahora tan lejano resultaba y miraste en rededor - porque si el Padre no
escuchaba - quizá la compañía humilde de quienes tu corazón amaba, te dieran
algún consuelo que tu sangre enjugara. Huerto de soledades, de angustias y de
dramas, la soledad de un Dios que por amar sudaba y como gotas de sangre ¡Getsemaní
del alma! ¡Que duro amar a quienes ahora tan poco te amaban!
Y yo, pobre yo,
sacerdote raso, tan inmenso en mis sueños y tan pobre en mis hazañas. Cuánto ha
gozado mi corazón de soledades sacerdotales, aquí en lo oscuro de la noche -
con sólo un cirio de amor - de tu belleza encarnada. Robaste mi corazón en mi
adolescencia enamorada, mi primer amor, contigo me fui sin pensarlo dos veces y
me sellaste el alma y dijiste: “te
basta mi gracia”. ¡Cuán feliz me has hecho con esa alegría que reservas para
quienes - sólo por amor - lo perdieron un día todo por ti y lo dejaron todo en
la arada!
Cuantas veces ha
rebosado mi corazón de esa soledad contigo, cuando parece que se te va reventar
el alma. ¡Oh soledad, cómplice de mis amores! Yo no sabía que en este mundo se
pudiera ser tan feliz. Soledad para ese amor más hondo que reservas para
quienes, dejándolo todo por amor a ti, sólo te han pedido tu gracia. ¡Qué bien
pagaste a quien nada merecía, a quien tanto te añoraba! Y ¡cuanto te agradezco
haber sentido tu llamada! Tu voz, que al pasar por mi vera aquella tarde de
invierno me hizo salir corriendo tras de ti, enfermo de amores y repleto de
gracias. Soledad de primicias vocacionales, cuando mi amor lo robó tu mirada y
sellaste mi vida y mi pecho de gratitud para ti derramada.
Cuantas soledades
y cuantas noches te he cantado y susurrado que me ahogaba de un amor que ni
entendía ni merecía. Cuantas veces - los ojos arrasados en lágrimas - te dí
infinitas gracias por haberme llamado con tu poder por mi nombre y por confiar
en mi los tesoros de tu reino y el poder de tu gracia. ¡¡Gracias, Dios
mio, gracias, - sin merecerlo - por el
don de mi llamada!!
Pero la vida de
este sacerdote, Señor tu lo sabes, la has salpicado de esas otras soledades, de
noches angustiosas, que me hicieron entender que sacerdocio es dolor, y que “quien
no sabe de penas nada sabe de amores”. Cuando me llamaste nunca me explicaste
que al fijarte en mí no buscabas sino espaldas duras que muy junto a las tuyas
la pesada cruz soportara. Que amargas son las penas y que duras las soledades
quien - por sólo tenerte a ti - nada, nada tiene cuando tú te alejas. ¡Qué duro
cuando te escondes, cuando te duermes, cuando te ausentas! Que miedo cuando el
viento y las olas golpean la fe del niño y quedo de amargura sola inundada. ¿Quién entenderá que el dolor más
espantoso de un sacerdote - el más enamorado de los hombres - es ese de amarte
tan poco al saberse tan amado? ¡Qué duro repartir - como pan cálido del hogar -
un amor que los hombres ¡ay que torpes! No quieren conocer!
Soledad sí, ¡y que
dura! La de saberse tan infiel quien tanto amas y en quien tanto, tanto has
confiado. Que pena la de querer amar tanto y tener todavía tan pequeño el
corazón.
Esta noche en la
soledad de la capilla, Jesús bendito, al verte clavado en la cruz, tan quieto,
tan manso, tan solo. Vengo a decirte que propongo nunca dejar de mirarte. Ahora
no tengo nada que ofrecerte, ni que decirte, ni que darte, sólo tengo la voz de
mi mirada. Te amo, Señor de todas las cruces, aunque hoy ni siquiera me atreva
a levantar la mirada. Mi amor es pobre, Señor, muy pobre, pero que sepas que
quien te ama - como tú - tiene también rasgado el corazón. Que duro sonreír,
Señor, cada mañana a quien la vida le ha rasgado el alma y sonreír y sonreír
para que a otros no les duela nada. Miro la cruz con la mirada fija y sólo
puedo decirte que cuando me llamaste yo no sabía cuanto tu amor costaba. ¡Oh
cruz, soledad rasgada!
Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis
dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca
pedigüeña.
En la última etapa la vida de Marta fue muy
dura. Como lo había sido siempre. Las mismas hambrunas, los mismos
sufrimientos, las penas de todos los colores y todos los sabores. Su familia se
lo robaba todo y ella, allí postrada, no se quejaba, miraba al techo con un
rosario de bolitas fluorescentes en una mano y la Biblia en la otra (aveces en
vez de la Biblia tenía la carta de algún misionero). La mirada alzada al cielo
pidiéndole al Buen Dios que tuviera un poco de clemencia. Me decía muchas
veces: nací para sufrir, pero cuantos hay
que no tienen en este mundo gente tan buena como ustedes para aliviar las
penas... ¿en España todos son tan buenos como ustedes? Si hubiera más gente así
todo el mundo sería feliz.... Y yo salía de allí avergonzado pero
pensando: ¿por qué no habrá más gente así
para que las martas de este mundo no tuvieran que llorar más y fueran todas
acogidas en tu amor?. Seguíamos llevándole comida y lo que necesitara. Por
allí pasaron muchos más misioneros, Pablo, Laura, Verónica, Cira, Antonio,
Javier, Ana, Rubén,...imposible mencionarlos a todos, el Buen Dios conoce sus
nombres y Él les recompensará. Sobre todo Laura, cuya estancia aquí, fue más
prolongada vivió de cerca la última etapa de su vida.
Cuantas noches al volver de otra visita a
Marta sólo era capaz de decir mirando a la cruz:
Señor mío y dueño
de mi vida.
Cuantas veces le
sale al camino de sus correrías tu pasión al misionero, desde tantas cruces y
dolores le gritas tu abandono y tu silencio. Esta noche aquí, junto a la cruz,
se me han olvidado mis dolores, mis cansancios, mis desalientos. Te miro y
cuanto más te miro, más se alivia mi desvalimiento y comprendo que no me
llamaste para correr y correr sino para estar aquí junto a ti con el alma
envuelta en silencio. Tu cruz no disipa mis dolores pero a los tuyos los uno
para que se desvanezca mi estremecimiento. En todos estos años, Dios mío, ¡cuantos,
cuantos sufrimientos!
Pero no importa,
Jesús, porque al verte, tan bueno, cordero manso, tan bueno, tan bueno, se me
olvidan mis dolores, mis penas, mis cansancios y desalientos. Te veo ahí,
colgado entre el cielo y la tierra, coronado de espinas, de salivas y de
estiércol. Te veo desnudo, sin belleza, sin aliento. Costado abierto y la
mirada al cielo. Ladrones por comparsa, sin un asidero, la locura de un viernes
y la melena al viento. La lanza te atraviesa, el corazón abierto. Y pienso si
aún no me faltan, lanzas, coronas, clavos y el costado abierto, que disipen más
mis quejas y mis tormentos.
Jesús ¿qué es un
sacerdote sin tormentos? No se puede vivir tan cerca de ti y no sentir el
crujir del látigo, la lanza en mi costado, el martillo, los clavos, las espinas
por corona y premio. ¿Qué puedo pedirte yo si me has pedido que mi servicio sea
en sufrir el primero?
Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí junto a tu imagen
muerta,
ir aprendiendo que el dolor es
sólo
la llave santa de tu santa
puerta.
Una mañana, temprano, Mónica, una misionera y
yo estábamos en casa, regresábamos de los laudes de la iglesia, en eso llamaron
casi imperceptiblemente a la puerta, apenas estaba amaneciendo, los dos
quedamos asombrados cuando, al abrir la puerta, sólo encontramos un niño.
Temblaba de miedo, nos miró a Mónica y a mí, nos dijo: mi mamá se está muriendo. Salimos varios al batey, efectivamente,
Marta ya agonizaba, su pasión, su calvario llegaba a su fin. Esa mañana en el
batey había un extraño silencio, hasta las rameras del burdel habían apagado la
música. La muerte rondaba, era la hora de nona en ese infierno que por amor se
había hecho cielo. Los hijos de Marta se apretujaban y miraban a su madre con
mezcla de amor y estremecimiento. Por arte de magia había desaparecido el
desorden de ropas, de trastos, de basura. Esa mañana en la habitación sólo
había una camastro que ya era más su velatorio.
Entre todos la curaron sus llagas, la madre
se afanaba en mil cuidados, Mónica y yo mirábamos sobrecogidos y en silencio. Rezamos
con ella, recibió la absolución, la recomendación del alma y la pusimos en
manos de la Virgen. Parecía que el final era inminente y sin embargo todavía la
pasión habría de hacerse para ella más amarga. Al darle la vuelta, jamás lo
olvidaremos, le vimos una espantosa llaga de enormes dimensiones en la zona
sacra, le había desaparecido toda la masa muscular. Era un auténtico hoyo lo
que tenía, se le veían claramente diez centímetros de la columna vertebral, era
espeluznante la visión del horror. Estábamos tan sobrecogidos que ante
semejante visión todos nos apretujamos un poco más unos contra otros. Era
literalmente espantoso.
Sin embargo, lo peor estaba aún por venir.
Notamos que Marta tenía como unas marcas largas y ensangrentadas en los pies y
en las espinillas. No entendíamos por qué. Todos opinábamos y debatíamos.
Pensábamos que quizá le pegaban. Por fin, preguntamos a los familiares y uno de
sus hijos - todos dormían con Marta en el mismo camastro - terminó por
confesarnos: mire, padre, lo que pasa es
que, de noche, las ratas se comen a mi mamá. Sí, hermanos, sí. Cuesta
creerlo, cuesta incluso escribirlo, pero a Marta terminó de matarla que la casa
estaba infectada de ratas y de noche se le subían al camastro y le roían los
pies, las piernas, el cuerpo entero. Marta era cuerpo de Cristo devorada por el
hambre rabiosa de las ratas. Oramos una vez más y salimos en absoluto silencio.
Marta agonizaba y nosotros en nuestro interior agonizábamos también. Pero ¡Dios mío! ¿Es posible que una
feligresa mía, una hija mía, una hermana nuestra se la pudieran estar comiendo
viva las ratas? Así, sumidos cada uno en nuestros pensamientos y oraciones,
volvimos a casa en sepulcral silencio...
Inmediatamente después de comer volvimos
Mónica y yo al batey de Copeyito. Era como una tarde de Gólgota, diluviaba una
tremenda tormenta tropical, los truenos eran ensordecedores, los relámpagos
iluminaban todo el firmamento. Entramos en la casa. Eran las tres de la tarde,
su hora de nona, Marta había muerto. Descansa en paz, hija de Dios y que los
ángeles te reciban cantando como cantaron los misioneros el día de tu bautismo.
Ahí estaba, cubierto el rostro con una
sábana. Oramos. No había caja de muerto me dijeron. Marta era tan pobre que ni
siquiera eso tenía. Salimos en medio de la lluvia y nos fuimos al inmenso
taller mecánico donde se amontonaban incontables tractores, carretas,
vagones... el cruel mundo de la caña... cientos de obreros se empeñaban en
labores de reparación y soldadura. Allí teníais que vernos de un lado a otro
preguntando si tendrían alguna caja que sirviera para caja de muerto. Nos
mandaban de un lado a otro. Finalmente nos llevaron a una nave grasienta de
cientos de estanterías repletas de piezas de repuestos. Entre bielas, tuercas,
ejes, mangueras... apareció una asquerosa caja de muerto. Como poder olvidar la
escena, Mónica y yo, dos misioneros llevando la caja de muerto hacia la
camioneta mientras el cielo diluviaba y entonaba a muerto. Tan triste como su
vida fue su entierro... Descansa en paz, Marta, nuestro Cristo del madero, y
que te alegres para siempre porque aunque en esta tierra nadie te quisiera...
ahora ves que “también los prietos se van al cielo.....”
Una vez más, en la capilla de la misión me
recogía a orar ante la cruz santa:
Señor, por fin, se
ha muerto Marta, te la hemos confiado a tu más hermoso cielo. Yo, que tantas y
tantas veces me he quejado, esta noche prometo ¡y para siempre! No pedirte
nada, no quejarme de nada, no añorar nada. Como esta tarde de Gólgota, junto al
cuerpo de Marta, sólo pido estar aquí, junto a tu imagen muerta. Concédeme unos
pies cada vez más cansados, un corazón cada vez más rasgado, un pecho siempre
más atravesado. Que mi corazón solitario, por tu lanza de amor traspasado, se
apasione en más amores, en más ternuras, en más desvelos. Y dame ser contigo,
pastor herido, pastor bueno, pastor manso, pastor casto. Dame el ser de corazón
indiviso y de pies más cansados. Manos vacías, manos con callos, manos
paternas, manos bravías. Dame Jesús, brazos fuertes para cargar a todos, ovejas
al hombro y en el entrecruzar de mis brazos todos los corderos del mundo y que
junto a mi corazón, descansen en tu regazo...
Amén.
Oramos cada día ante el Sagrario de la misión
por vosotros. Con mi más cariñosa bendición
Padre Christopher
NOTA: Os confieso que al terminar esta
carta no estoy de ánimo ni para contaros como van los ladrillos de las obras,
ni para pediros nada. Si queréis ayudar a la misión, aquí abajo tenéis la
información y si queréis ayudar al misionero: rezad, rezad mucho por mí para
que llegue a ser un día un sacerdote santo. Que Dios os lo pague.
Benefactores de la
Fundación Misión de la Misericordia
(Rellenar datos y enviar a Teresa Parladé Soto B C/José Abascal, 42 B 28003 Madrid o al e.mail misionmisericordia@teleline.es o al
nº de fax: 91.5620857 )
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