LA IGLESIA FRENTE A LOS DESAFÍOS

DE LA MODERNIDAD


Conferencia pronunciada por el cardenal Paul Poupard, presidente del Pontificio Consejo de la Cultura, en la Fundación Universitaria Española (Madrid, 28-5-2001)


Paul Poupard

I. LA IGLESIA FRENTE A LA MODERNIDAD Y LA POST-MODERNIDAD.

  • La Iglesia frente al misterio del tiempo.

  • La Iglesia pasa siempre a los bárbaros.

  • La postmodernidad.

  • II. Siete grandes desafíos para el anuncio del Evangelio en nuestro tiempo..

  • 1.     El desafío de la verdad frente al pensamiento débil

  • 2.     Anunciar a Jesucristo en la era del New Age 

  • 3.     Persona humana y familia.

  • 4.     Ser cristiano en el mundo de la economía globalizada 

  • 5.     Las nuevas sociedades multiculturales.

  • 6.     La revolución informática 

  • 7.      La tutela del medio ambiente.

  • III.       LA RESPUESTA DE LA IGLESIA.

  • Centros Culturales Católicos.

  • Conclusión..

  • Eminentísimo Sr. Cardenal, excelentísimo Sr. Nuncio Apostólico en España, excelentísimo Sr. Presidente de la FUE, autoridades académicas, señoras y señores,

    I. LA IGLESIA FRENTE A LA MODERNIDAD Y LA POST-MODERNIDAD

    «El siglo xxi será religioso o no será en absoluto». Estas palabras atribuidas a André Malraux, se han venido repitiendo a lo largo del último cuarto de siglo tratando de reflejar la urgencia del rearme espiritual de Occidente ante la inminente ca­tástrofe que amenazaba con su misma desaparición física. El controvertido intelectual francés no era ningún profeta. En una entrevista publicada en 1975 en el semanario Le point decía: «Como usted sabe, se me ha atribuido esta frase. Yo no he dicho jamás tal cosa, naturalmente porque del siglo xxi no sé nada. Lo que yo digo es más incierto. No excluyo la posibilidad de un acontecimiento espiritual a escala planetaria»[1]. Malraux apuntaba a un nuevo paradigma, eso que hemos llamado la New Age.

    Agradezco a la Fundación Universitaria Española y a su Presidente la posibilidad que me ofrecen de este encuentro para conversar familiarmente acerca de los desafíos de la hora presente, de los cuales hemos estado tratando ampliamente en el Consistorio apenas concluido.

    La Iglesia frente al misterio del tiempo

    Es indudable que nos hallamos ante un momento de cambio. Ya el Concilio Vati­cano II, hace cuarenta años, reconocía que «la humanidad vive un período nuevo de la Historia»[2]. El proceso de cambio no ha dejado de acelerarse en estos últimos decenios. Nos dirigimos hacia una sociedad cuyos contornos se van dibujan­do lentamente y que a falta de un término mejor, llamaremos post-moderna.

    No pretendo hacer aquí un análisis filosófico de lo que se ha dado en llamarla post-modernidad. Ni siquiera sus mismos fautores, de Lyotard a Vattimo, concuerdan en describir sus rasgos esenciales. No sabemos bien si se trata de una mera periodización cronológica, o de un juicio de valor. El caso es que, de buen o mal grado, hemos entrado en un nuevo periodo de la historia de los hombres, tras el estructuralismo de Lévi-Strauss, Michel Fou­cault, Lacan, Marcuse, Althusser, Dérrida, Deleuze, por referirme sólo al decenio parisino de 1960 a 1970. El pensamiento de la muerte del hombre está hoy muerto y sepultado[3].

    La pregunta que surge inevitablemente es si en este nuevo escenario que se avecina, más aún, que está ya en gestación, habrá sitio para la Iglesia, o si habrá aún fe en la tierra en este nuevo milenio.

    Ya Romano Guardini, en un penetrante análisis publicado en Würzburg en 1950 con el titulo El ocaso de la era móderna, que leí en su traducción francesa La fin des modernes siendo joven estudiante de teología, diagnosticaba:

    «La imagen del mundo de los tiempos modernos se deshace. Aparece una nueva (...) cultura no cristiana está en proceso de elaboración (...) ¿De qué tipo será la religiosidad de los tiempos que vienen?... La manifestación violenta de la existencia no cristiana será más importante que todo (...) Se desarrollará un nuevo paganismo, pero de carácter distinto al primero (...) La soledad de la fe será terrible (...) Nuestra existencia se enfrenta a una opción absoluta con todas sus consecuencias: las más grandes posibilidades y los peligros extremos[4].

    Frente a este escenario que se perfila en el horizonte con rasgos cada vez más precisos, la actitud más frecuente suele ser la de aquellos que el Beato Juan XXIII, cuya memoria celebraremos el próximo domingo, denominaba, profetas de desventuras, quienes «creen ver sólo males y ruinas en la situación de la sociedad actual. Repiten constantemente que nuestra época va de mal en peor en comparación con el pasado (...) Nosotros opinamos de modo muy diferente de estos profetas de calamidades que presagian la desgracia como si fuera inminente la ruina del mundo»[5]. Ya San Agustín, con su habitual perspicacia, corregía a sus contemporáneos, que se lamentaban de los tiempos que les habían tocado vivir, tiempos de invasiones bárbaras y de caída de un imperio, y que añoraban tiempos pretéritos:

    No protestéis, pues, queridos hermanos (...) ¿O es que ahora tenemos que sufrir desgracias tan extraordinarias que no las han sufrido nuestros antepasados? (...) Es verdad que encuentras hombres que protestan de los tiempos actuales y dicen que fueron mejores los de nuestros antepasados; pero esos mismos, si se les pudiera situar en los tiempos que añoran, también entonces protestarían. En realidad juzgas que esos tiempos pasados son buenos, porque no son los tuyos[6].

    Qohélet, con su peculiar escepticismo, afirma: «No preguntes por qué los tiempos pasados eran mejores que los de ahora. Eso no lo pregunta un sabio» (Qo 7,10). Y el cardenal Newman, por su parte, decía que cada siglo es semejante a los otros, pero a los que lo viven les parece peor que todas las épocas precedentes. Y concluía diciendo, por lo que se refiere a la suerte del cristianismo, que la causa de Cristo agoniza siempre.

    La Iglesia pasa siempre a los bárbaros

     No tiene sentido, pues, andar comparando los tiempos presentes con los pasados ni medir a la generación actual con la anterior. Siempre se tendrá la impresión de que empeora. En lugar de lamentarse añorando los felices tiempos pasados, la Iglesia ha reaccionado siempre con un gesto audaz, lanzándose a evangelizar los tiempos nuevos que le ha sido dado vivir. Con palabras del joven profesor de la Sorbona, Federico Ozanam, beatificado por Juan Pablo II en Notre Dame durante la Jornada Mundial de la Juventud de 1997:

    «la iglesia pasa continuamente a los bárbaros».

    Cuando escuché estas palabras por primera vez a mi obispo, Mons. Henri Chappoulie, siendo un joven seminarista, quedé maravillado[7]. Resonaron después en el corazón de la China impenetrable pronunciadas por Teilhard de Chardin, ante la inmensidad de Asia y el esplendor de sus civilizaciones. Sólo años más tarde descubrí el texto original y fulgurante de esta intuición profética. Se hallaba en una carta del joven profesor de la Sorbona, el hoy Beato Federico Ozanam, dirigida a su amigo Théophile Foisset, el 22 de febrero de 1848. Para Ozanam la Iglesia desde sus orígenes no ha cesado de aceptar los desafíos que cada época de cambio le ha lanzado. Así sucedió en los tiempos de San Agustín, cuando la Iglesia, ligada al Imperio Romano desde los tiempos de Constantino, mientras lo veía derrumbarse bajo los golpes de los bárbaros, supo ir con audacia evangélica al encuentro de los invasores germánicos y convertirlos a la Buena Noticia del Evangelio.

    Ozanam pedía, para evangelizar las masas proletarias creadas por la revolución industrial, que la Iglesia del siglo xix fuera lo que la del siglo y para los bárbaros: no enemiga, sino maestra y pedagoga. Era lo que Teilhard de Chardin reclamaba hace más de cincuenta años ante las inmensas estepas del Tien-Tsin en sus Médítations sur la conversion du monde: «Un día, hace mil años, los Papas, diciendo adiós al mundo romano, se decidieron a pasar a los bárbaros. ¿No es acaso un gesto semejante y más profundo lo que se requiere también hoy día?». Este gesto de coraje y de ardor, de esperanza y de amor, ¿no es precisamente lo que el nuevo milenio espera de la Iglesia?

    Si el encuentro del cristianismo con el mundo bárbaro de los siglos iv y y impresionó a Ozanam, que vivía en el siglo xix, nosotros, cristianos del siglo xxi, tenemos aún más razones para interesarnos por él. Porque por encima de la distancia temporal que separa ambas épocas, hay una especie de parentesco espiritual que las une. La nueva fe propuso un modo diverso de vivir el tiempo, de pensar las relaciones familiares, de concebir la muerte y el más allá. En plena crisis del Imperio Romano y mientras va surgiendo una nueva religiosidad, la fe en Cristo, en virtud de su novedad, satisface las aspiraciones más profundas del espíritu, tanto en la relación con Dios como en las relaciones humanas.

    Esta es la encrucijada histórica en que nos encontramos. Después de años de confrontación con los movimientos culturales e ideológicos que han transformado profundamente Europa en los último trescientos años, la Iglesia ha comenzado a pasar a los bárbaros de la modernidad con el giro copernicano que el Concilio Vaticano le ha impreso. El Concilio ha sido el intento de reconciliar a la Iglesia con el espíritu de la Ilustración, privada ya de sus entusiasmos juveniles iconoclastas La Iglesia, en su apertura al mundo de hoy, no ha hecho sino un poderoso esfuerzo de discernimiento para tratar de acoger cuanto de bueno y positivo ha creado nuestro mundo, recorriendo a veces caminos lejanos de la Iglesia. No significaba la renuncia a la pretensión de Verdad, a la que la Iglesia no puede renunciar, sino al contrario, reconocer que en el hombre, aun herido por el pecado original, resplandece siempre algo de la imagen que Dios ha impreso en él, y es, por tanto, capaz, aunque limitadamente, de verdad, de belleza y de bien[8].

    Pablo VI resumió esta actitud en su célebre discurso de Clausura del Concilio, magnífica pieza oratoria y verdadero programa para la Iglesia. Lo recuerdo aún con emoción, como colaborador suyo en la Secretaria de Estado:

    La Iglesia, decía, se ha ocupado, sí, no sólo de si misma y de la relación que la une con Dios, sino del hombre tal y como se presenta: el hombre vivo, el hombre todo ocupado de si mismo (...) El humanismo laico profano al final ha aparecido en su terrible estatura y ha, en un cierto sentido, desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión —pues tal es— del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un encuentro, una lucha, un anatema? Podía ser, mas no ha sucedido. La antigua historia del Samaritano ha sido el paradigma de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha invadido todo. El descubrimiento de las necesidades humanas (y tanto mayores son cuanto más grande se hace el hijo de la tierra), ha absorbido la atención del Concilio[9].

    Esta reconciliación no es una tarea fácil. Se trata de recomponer una fractura profunda y de conjugar valores aparentemente antitéticos: libertad y verdad, ciencia y sabiduría, individualismo y solidaridad[10]. Tan fácil como la condena apriorística de la modernidad es el riesgo de una integración total, de una rendición sin condiciones a la modernidad en la que el cristianismo renuncia a principios y criterios para  hacerse aceptar de la sociedad moderna. Sin embargo, agotado el proyecto de la modernidad, el cristianismo constituye la única fuerza capaz de hacerle superar las aporías en que ha ido a parar, y ayudarlo a superar los peligros del irracionalismo y del nihilismo.

    La postmodernidad

    Apenas unos años después de la clausura del Concilio Vaticano II, el mayo del 68, crónica de una muerte anunciada, irrumpe por doquier en Occidente con toda su fuerza. De la primavera de Praga al mayo francés, del comienzo de la contestación al régimen de Franco a Woodstock en los Estados Unidos, aquella fatídica fecha señala el inicio de una nueva etapa en la historia que, a falta de mejor etiqueta, denominaremos post-modernidad. La Iglesia ha venido así a encontrarse en la paradójica situación de salvadora de la modernidad, según el paradigma del Samaritano, precisamente cuando acababa de reconciliarse con ella. Parece que se hubiera cumplido una vez más la famosa observación del sociólogo norteamericano Peter Berger: quien se desposa con el espíritu de los tiempos, bien pronto se quedará viudo.

    Si hay una palabra que pueda sintetizar el espíritu de la post-modernidad, sin duda seria «light», con su riqueza de matices. La distancia que va de la época precedente a la nuestra es la que separa dos mascotas: MiIú, el perro de Tintín, intrépido, generoso hasta la temeridad, y Snoopy, tendido siempre sobre su caseta, ocupado en sus problemas. O, quizá mejor aún: la diferencia que va de ambos canes a los pokémon, la desaparición de toda belleza, la caída en el nihilismo total.

    La condición post-moderna, según Lyotard, es «el estado de la cultura después de las transformaciones experimentadas por las reglas del juego de la ciencia, la literatura y las artes a partir del siglo xx»[11]. Es la negación de los absolutos que fundamentan la modernidad (razón, ciencia, técnica, revolución, estado, moral, religión, partido, clase social o raza), y la renuncia, ante todo, a la verdad, sustituida por el pensamiento débil (Vattimo), un conocimiento parcial, errático, fragmentario, que reniega de las metanarraciories o grandes cosmovisiones que conferían sentido.

    La postmodernidad se ve a si misma como experiencia de fin de la historia, o más bien, fin de la historicidad, disolución de la categoría de lo nuevo, antes que como un nuevo estadio, más o menos avanzado de la historia misma[12]. Frente al hombre moderno, el hombre de la historia, que se siente inmerso en el curso de unos acontecimientos ordenados (a la lectura del periódico no constituye acaso la oración matutina de millones de seres humanos?), el hombre postmoderno de la época de la televisión digital y satelital, la era de Internet, pierde la noción de discurrir en virtud de la simultaneidad, y con ella, la memoria de los acontecimientos.

    Esta es la nueva época en la que la Iglesia tiene que dar una vez más el paso hacia los bárbaros, en un gesto audaz y lleno de espíritu evangélico.

    II. Siete grandes desafíos para el anuncio del Evangelio en nuestro tiempo

     

    No seria coherente con la perspectiva que he adoptado esta tarde, si me dedicara ahora a describir las amenazas que se ciernen sobre la Iglesia. Con otro talante, confiando en la acción del Espíritu Santo y la capacidad del hombre, prefiero hablar de desafíos. Porque no se trata sólo de detectar los peligros y amenazas latentes para la fe en el mundo actual, sino más bien, de discernir, en medio de la confusión reinante, aquellos elementos que permiten un punto de anclaje para la predicación del Evangelio. Cuáles son las esperanzas, a veces ocultas, de los hombres de nuestro tiempo, a las cuales el Evangelio puede dar respuesta, más aún, la única respuesta posible.

    En mi predilección por el septenario —siete es número bíblico de perfección— creo que podemos identificar siete grandes desafíos para la Iglesia en este comienzo de milenio.

    1.       El desafío de la verdad frente al pensamiento débil

    La post-modernidad se caracteriza por la aparición de una nueva racionalidad. La razón autónoma, privada de la ayuda de la fe, ha recorrido caminos que han conducido a Auschwitz y al Gulag. Era normal que se llegara el hastio y a la búsqueda de un nuevo modo de racionalidad. El hombre postmoderno es hedonista y consu­mista, como le enseña el sistema. A diferencia del escriba prudente del que hablaba Jesús, que sacaba del ancón lo viejo y lo nuevo, nuestro hombre compra cada mañana una cosa nueva y a la tarde la tira porque es vieja. Relativista y escéptico, prefiere un pensamiento débil y fragmentario que no le comprometa a nada. Humberto Eco define nuestra época como la época del feeling, el sentimiento, sobre la verdad. Se vive de impresiones, de impactos sensoriales o emocionales, de o efímera.

    Es precisamente en la concepción de la verdad y de la razón donde con mayor fuerza se deja sentir la crisis de a modernidad. Según Vattimo, el único espacio que queda libre consiste en «abrirse a una concepción no metafísica de la verdad... En términos muy generales ... se puede decir que la experiencia post-moderna de la verdad es una experiencia estética y retórica»[13]. Cuando fracasan estrepitosamente los mitos de la modernidad que habían constituido su bandera, es la razón misma la que se repliega desencantada sobre si misma y renuncia a su más alta vocación, la búsqueda de la verdad, contentándose en lugar de ello con verdades parciales y fragmentarias. Oyendo hablar de verdad, nuestro mundo responde con la pregunta cínica y desengañada de Pilatos: ¿y qué es la verdad?

    El cristianismo, en cambio, se presenta con algunas exigencias filosóficas irrenunciables, que Juan Pablo II ha expuesto en la encíclica Fides et Ratio. La religión del Logos encarnado no puede renunciar a la razón y a la pretensión de hallar la verdad toda entera. «Sólo deseo reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica» (Fides et Ratio, 83). El cristiano no puede renunciar al anuncio de la verdad, convencido de que la necesidad más radical del hombre es saciar el hambre de verdad, y que la peor forma de corrupción es la intelectual, que aprisiona la verdad en la injusticia, llamando al mal, bien e impidiendo el conocimiento de la realidad tal y como es.

    ¿Cómo reconciliar la religión del Logos encarnado, cuya pretensión fundamental es la de ser religio vera, con una cultura que ha renunciado a toda pretensión de conocer la verdad? ¿Cómo hablar de verdad a una cultura que aborrece instintivamente conceptos y palabras fuertes?[14]. Este es el desafío que tenemos planteado, para el que yo no veo más solución que proponer, no ya la verdad, sino una cultura de la verdad. Una cultura de la verdad hecha de inmenso respeto y acogida hacia la realidad, traducida en respeto hacia la persona, que es la forma eminente de lo real. En esta cultura de la verdad, en la que la dimensión de la atención, el cuidado, la sensibilidad, la búsqueda humilde adquieren un protagonismo especial, es posible reconciliar la razón y el sentimiento que la postmodernidad juzga incompatibles. Y así, paradójicamen­te, San Agustín se vuelve más actual que nunca, al realizar en su vida la unión entre la verdad y el sentimiento. Agustín dice «ve adonde tu corazón te lleva» —como reza el título de la novela de Susanna Tamaro—, «es decir, hacia la verdad». 

    2.            Anunciar a Jesucristo en la era del New Age

    Íntimamente vinculado al desafío an­terior está el que constituye anunciar a Jesucristo en una era de religiosidad sal­vaje. Se ha hablado mucho en los últimos tiempos del «retorno de Dios», como si Dios hubiera estado alguna vez lejos del mundo y del hombre, o, con más preci­sión, del regreso de una religiosidad salva­je. Podemos así aventurar una primera constatación a la profecía con que abría­mos esta conferencia: si, el siglo xxi pare­ce más religioso que el precedente. La cuestión no está en saber si nuestro tiem­po creerá o no, sino en. qué creerá. Si Hei­degger definía la modernidad como un estado de incertidumbre acerca de los dioses, la post-modernidad representa en cambio el regreso triunfal de los dioses. No del Dios personal que se ha revelado en Jesucristo, sino de los dioses y las mi­tologías y religiones precristianas, entre las que los cultos célticos, por su vincula­ción a la naturaleza, adquieren un espe­cial relieve. Cultos precristianos, que en cada región adquieren una coloración es­pecial: si en la Europa atlántica se trata de mitologías célticas, en la América His­pana se vuelve a los cultos precolombi­nos, o incluso, como en algunas partes de Europa, entre ellas España, se añora un pasado musulmán idealizado como una especie de edad dorada que la llegada del cristianismo ha venido a destruir. Del re­greso a las mitologías precristianas pasa­mos a la magia, el ocultismo y el preocu­pante aumento de las sectas satánicas. Umberto Eco, nada sospechoso de beate­ría, tiene razón cuando cita al gran Ches­terton para describir la paradoja actual: «Cuando los hombres dejan de creer en Dios, no es que no crean en nada. Creen en cualquier cosa»[15].

    Se trata del regreso de una religiosidad salvaje, que el cardenal Lehmann ha defi­nido «teoplasma», una especie de plastilina religiosa a partir de la cual cada uno se fa­brica sus dioses a su propio gusto, adap­tándolos a las necesidades propias[16].

    De nuevo se plantea ante nosotros el desafío en toda su formidable magnitud: ¿cómo anunciar en medio de este magma religioso, en el gran supermercado del bri­colaje religioso, a Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que ha dejado la Iglesia en la tierra como signo y conti­nuadora de su misión entre los hombres? Aquí es donde se requiere toda la audacia del evangelizador, recordando las pala­bras, hoy más actuales que nunca, de Juan XXIII en la inauguración del Concilio Vaticano II, que pude escuchar personalmente siendo su colaborador: «una cosa es el depósito mismo de la fe, o las verda­des contenidas en nuestra doctrina, y otra el modo en que éstas se enuncian, con­servando, sin embargo idéntico sentido y alcance»[17].

    En este contexto adquiere también una actualidad especial un tema que ha sido reiteradamente propuesto por el Santo Padre y que en los días pasados hemos tratado ampliamente en el Consistorio apenas concluido: el diálogo interreligio­so. Ya Juan Pablo II había señalado el diá­logo con los creyentes de otras religiones como una prioridad en la carta de prepa­ración al gran Jubileo, reiterado después en el mensaje que nos ha dejado a con­clusión del año Jubilar[18]. Es un impera­tivo inaplazable para proponer una firme base de paz y alejar el espectro funesto de las guerras de religión que han bañado de sangre tantos períodos en la historia de la humanidad. Se trata de un diálogo difícil, hecho de respeto, tejido con amorosa pa­ciencia, que no se cansa ni se deja vencer ante los primeros reveses, que, sin embar­go, nunca puede reemplazar el anuncio explicito de Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). Es un diálo­go en perpetuo equilibrio entre la bús­queda de caminos de colaboración con otros creyentes, especialmente en la de­fensa de la vida y en la lucha contra el materialismo asfixiante, y la necesidad de evitar que degenere en sincretismo. Don­de todo vale lo mismo, en definitiva nada vale nada. Yo mismo, tras haber dedicado años de estudio al fenómeno de las reli­giones[19], estoy convencido de que de su estudio, bien orientado, es un camino que acaba conduciendo a Cristo, en quien toda realidad humana, incluida la religión, alcanza su plenitud.

    El diálogo no puede sustituir a la mi­sión, ni convertirse en un consenso de mí­nimos. Como actividad inteligente, según la llamaba Pablo VI, es un camino hacia la verdad, a la que se llega a través de la ex­periencia del encuentro entre personas. Por eso, en realidad, creo que más que de diálogo entre religiones, habría que hablar de diálogo entre religiosos. E! diálogo, que es una categoría eminentemente personal, tiene lugar siempre entre dos sujetos per­sonales, y cuanto mayor y más profunda sea la experiencia de Dios de quienes dia­logan, tanto mayores cotas de autentici­dad alcanzará. El diálogo no puede nunca renunciar a presentar a Jesucristo buscando hacerse aceptar más fácilmente, ni es­camotear el misterio trinitario, pensando que es un escollo en la predicación. De nuevo el paradigma ha de ser el del escri­ba sabio y prudente, que sabe sacar del arcón lo viejo y lo nuevo en su diálogo con los creyentes de otras religiones, se­gún las necesidades de sus interlocutores, acompasando su conversación al paso de éstos. A veces tendrá que contentarse con un simple conocimiento mutuo, en la es­peranza de que un pequeño puente tendi­do hoy pueda mañana servir de intercam­bio fecundo entre creyentes.

    3.         Persona humana y familia

    El tercer gran desafio de nuestra época tiene como objeto directamente al hom­bre. El inicio del Milenio nos sorprendió con el anuncio oficial hecho por F. Collins y C. Venter, del desciframiento completo del genoma humano, la monumental en­ciclopedia donde con sólo cuatro letras está escrito el hombre. Unos meses des­pués llegan voces confusas de que en al­gunos centros de investigación se han modificado genéticamente algunos em­briones durante el proceso de fecunda­ción ¡n vitro. Desde diversas instancias se solicita la donación de embriones huma­nos con fines terapéuticos, o al menos así se dice. Debemos rendirnos a la evidencia: la donación reproductiva de seres huma­nos es técnicamente posible, y será muy difícil evitar que algún grupo de científi­cos, empujados por un deseo prometeico de traspasar una frontera hasta ahora considerada inviolable, se decidan a do­nar un sen humano. A la repugnancia que ahora nos produce esta consideración, acabará sucediendo en la opinión pública primero una especie de resignación ante los hechos consumados, y después, una decidida aceptación. Hemos llegado así al borde de los escenarios futuristas descri­tos por Aldous Huxley, hace más de 60 años en su conocida obra Brave New World, Un mundo feliz, donde los seres humanos son producidos, sometidos a precisos controles de cualidad, y ya no engendrados.

    El hastío producido por el desarrollo implacable de la técnica, que invade to­dos los dominios de la vida humana, no ha logrado impedir la difusión de una mentalidad que considera al hombre como objeto, y no como sujeto, y por tanto, capaz de ser manipulado o modificado para adaptarlo a los estándares de pro­ducción. En un mundo así, los débiles, los enfermos, los ancianos, los que no poseen un cuerpo hermoso, están destinados a una progresiva marginación. La aproba­ción de la eutanasia activa en Holanda, es sólo el primer paso de un proceso que acabará imponiéndola en los demás países para eliminar, so capa de humanidad, los elementos menos productivos del sistema económico y que más recursos consumen. Está por otra parte la desintegración del modelo familiar. La aprobación de leyes reguladoras de las parejas de hecho en toda Europa, y cuyo último e inconfesado fin es el de equiparar las uniones entre homosexuales al matrimonio monoparen­tal. El aumento espectacular de matrimo­nios deshechos, de uniones irregulares, con hijos procedentes de diversos padres... todo tiene un profundo impacto en la so­ciedad. La visión antropológica de la com­plementariedad de sexos, entre el hombre y la mujer, cede a la ideología del género, tal y como se presentó en la cumbre mundial de Pekín (1995): cada uno confi­gura su propia orientación y comporta­miento sexual libremente, sea heterose­xual, homosexual o bisexual, como un de­recho ejercido libremente.

    Inútil decir que para la Iglesia se trata de un desafío epocal. La desintegración de la persona, irá dejando a los bordes del camino seres maltrechos y heridos, a quienes la Iglesia habrá de recoger con infinito amor: personas que se declaran abiertamente homosexuales, producto de complejas situaciones familiares y afecti­vas, y de la educación ambiental, para quienes será necesario hallar un espacio en la Iglesia, sin renunciar a la verdad acerca del hombre. Nos hallaremos cada vez más con más personas que han sufri­do un proceso de maduración personal deficiente, marcados por profundas ca­rencias afectivas y emotivas. Acaso niños creados en laboratorio, a quienes no deja­remos de acoger, aun cuando denuncie­mos a quienes recurren a las técnicas de donación para traerlos al mundo. Y al mismo tiempo, la presión será cada vez mayor contra quien ose desafiar la medi­da social impuesta, es decir, contra las fa­milias, unidas, estables y abiertas a la vida, a toda la vida, desde su concepción hasta su fin natural.

    A este hombre del siglo XXI, prófugo, vagabundo de afecto, es a quien hay que

    anunciar el misterio de la íntima comuni­dad de personas en Dios Trinidad, la En­carnación del Hijo en el seno de una fa­milia, la llamada a la comunión con los demás en la familia de los hijos de Dios, desarrollando un proyecto de vida en un matrimonio o en la vida comunitaria.

    4.       Ser cristiano en el mundo de la economía globalizada

    Nuestro recorrido por las tareas que la Iglesia debe afrontar, nos pone ante una pregunta formidable: ¿cómo ser cristiano en un mundo globalizado?

    Un vistazo somero a los periódicos y a las agendas culturales nos confirma que «globalización» es la palabra de moda en los foros y seminarios de discusión inter­nacional. La globalización económica y cultural es un fenómeno sumamente complejo que estamos tratando de desci­frar. Prueba de esta complejidad es lo que se ha dado en llamar «el pueblo de Seat­tle», la contestación radical a la globalización, que paradójicamente es un producto de la globalización misma, pues ha logra­do amalgamar elementos tan heterogé­neos como los pueblos nativos america­nos, movimientos anarquistas, sectas orientales, desocupados y sin tierra, pro­cedentes de todo el planeta, y ello gracias al principal motor de la globalización, que es la Internet.

    Por eso el juicio acerca de la globaliza­ción ha de ser prudente. Contiene ele­mentos muy positivos, que facilitarán enormemente el intercambio entre pue­blos diversos, y también —¿por qué no?— el anuncio del Evangelio. El riesgo es el de una homogenización, no sólo lingüística, diseñada por unos pocos y difundida a través de medios de comunicación potentísimos que lo invaden todo, que sería una amenaza para la libertad.

    Para la Iglesia, el compromiso principal en la hora actual está en la defensa de los débiles, especialmente de los nuevos es­clavos que la globalización está produ­ciendo. Estamos ante un fenómeno mi­gratorio sin precedentes en la historia de la humanidad. El descenso de la natalidad en Europa y el aumento de la demanda de mano de obra, hacen necesaria la llegada de trabajadores extranjeros. Según datos recientes, se calcula que para el año 2050, un país como España tendrá cerca de 13 de millones de trabajadores extranjeros.

    Estamos ante un proceso de cambio social y cultural de incalculables proporciones, que debe hacernos reaccionar. Se ha di­cho que la Iglesia perdió la clase obrera en los siglos xix y xx, abandonándola en manos de movimientos revolucionarios, por no haber sabido movilizar los recursos de que disponía en favor de los trabaja­dores explotados, que es justamente lo que pedía Federico Ozanam. La experien­cia de los errores del pasado debería ayu­darnos a no ignorar el drama de los milla­res de trabajadores que cruzan cada mes el Estrecho en embarcaciones de fortuna buscando simplemente huir del espectro del hambre. ¿Sabrá la Iglesia estar al lado de los nuevos esclavos del siglo xxi? ¿Pa­sará la Iglesia del siglo xxi a estos nuevos bárbaros, y dar lugar a una nueva síntesis capaz de fecundar con nuevos valores la cultura europea decadente? He aquí el desafío.

    5.       Las nuevas sociedades multiculturales

    Esto nos lleva directamente a otro gran compromiso de la hora actual: la presen­cia de la Iglesia en una sociedad multicultural y pluralista. El imparable flujo de emigrantes procedentes de ambientes culturales diferentes, no sólo provocará un profundo cambio social, sino también cultural. El respeto a la identidad cultural de los recién llegados no puede ponerse en discusión. Este derecho sin embargo es correlativo al respeto por la identidad cul­tural del pueblo de acogida, que no pue­de menospreciarse en aras de una mal en­tendida tolerancia. De otro modo se esta­rían reproduciendo, a la inversa, la destrucción cultural cometida con fre­cuencia en el pasado por colonizadores europeos en otros pueblos. Europa tiene su propia identidad cultural. No es una tabla rasa en la que se parte de cero, o por usar la expresión de Alain Finkielkraut, el área «pic-nic» de la autopista, donde cada uno aporta su propia comi­da[20]. Europa tiene su propia identidad, en cuya forja el Cristianismo no ha sido sólo un factor accidental.

    El mensaje de Año Nuevo del Santo Pa­dre, dedicado precisamente al diálogo en­tre las culturas, ofrece al respecto pautas iluminadoras[21]. Nos exige ser a la vez audaces en el diálogo intercultural, sin re­nunciar a la propia identidad. Es importante para países como Francia, España, Italia, amenazados de una actitud de entreguismo que renuncia a priori y sin con­diciones a su propia identidad cultural, como ignorando su propio pasado. Un país que renuncia a su propia memoria colecti­va, está condenado a vivir bajo la dictadu­ra de lo social, que es el imperio del pre­sente, en el que los muertos no tienen voz y sólo cuentan los vivos. De todas las ne­cesidades del alma humana —escribe Simone Weil—, ninguna es tan vital como el pasado, que no consiste en querer vivir en otra época, sino en conservar un vinculo y escapar a la tiranía del presente[22].

    Cuando a la base del modelo pluralista existe únicamente una concepción relati­vista de los valores, la democracia se ve amenazada en sus mismos fundamentos. La democracia tal y como la conocemos, ha surgido sobre la base de un sistema de valores impregnado, en mayor o menor medida, por una concepción cristiana del hombre y de la sociedad. Nuestras demo­cracias en Europa están enfermas, preci­samente por su patética desvinculación del sistema de referencia a partir del cual han sido engendradas. Es urgente devol­ver un alma a nuestras democracias, pro­piciar un profundo rearme ético que ten­ga en cuenta sus raíces profundas. La Iglesia, como experta en humanidad y co­nocedora a fondo del corazón humano, tiene mucho que decir en la tarea de for­mar una conciencia cívica y política. No es el sueño nostálgico de un protagonis­mo perdido, sino la conciencia del papel que tiene que desempeñar en el sistema democrático.  

    6.       La revolución informática

     Llegamos así a la revolución informáti­ca, la llamada tercera revolución, que está transformando a marchas agigantadas nuestro modo de acceso al mundo. En muy pocos años, hemos asistido a un desarrollo impresionante de las técnicas de comunicación a distancia, y a la crea­ción de una red mundial, Internet. Paul Ricoeur, el infatigable buscador del senti­do de las cosas, hace un diagnóstico im­placable del mal de nuestro tiempo: hay una hipertrofia de los medios y una atrofia de los fines. Hay demasiados medios para los escasos y raquíticos fines que se proponen en nuestra sociedad. Tenemos mucha información, sabemos más, pero esta información no nos hace más sabios, ni por tanto, mejores[23].

    A nadie se le oculta que estos valores positivos, estas promesas, se presentan de la mano de formidables amenazas y desa­fíos no sólo para la Iglesia, sino para el hombre. ¿No es significativo que «El Gran Hermano» haya sido el programa más vis­to en buena parte de los países de Europa Occidental, y que la omnipresente vigilan­cia de las cámaras haya sido protagonista de diversos films? Parece como si en nuestros tiempos se cumpliera realmente lo que Berkely afirmara: esse est percipi. Lo que no se percibe a través de los me­dios, es como si no existiera.

    La Iglesia vive en este mundo, usando estos medios de comunicación. No puede prescindir de ellos, pues su misión prime­ra y esencial es comunicar una Buena No­ticia. Es posible establecer una simbiosis fecunda en la que la Iglesia del recuerdo, de la sabiduría y del gozo puede salvar a los medios de la transitoriedad, la disper­sión y el ocio sin sentido; y a su vez, los medios pueden aportar a la Iglesia frescu­ra, atención al mundo contemporáneo y un modo atractivo y agradable de comu­nicar el anuncio de Jesucristo[24]. La Iglesia, que es comunicadora por excelen­cia, puede aprender mucho de los medios de comunicación. Los medios, que viven de lo efímera, pueden aprender de la Igle­sia, que es experta en humanidad.

    7.         La tutela del medio ambiente

    El desarrollo de la economía y el ago­tamiento de ciertos recursos naturales ha colocado en primer plano la urgencia por la conservación del medio ambiente. El cambio climático,, el efecto invernadero, el avance de la desertización, han dejado de ser problemas teóricos para convertirse en una preocupación de todos. Es una nueva conciencia ecológica, llena de in­coherencias, pues al mismo tiempo que nos preocupa la contaminación y pérdida de ambientes naturales, y soñamos con el encanto de una vida en contacto con la naturaleza, estamos dispuestos a hacer bien poco por renunciar a las comodida­des responsables del desgaste medioam­biental: no queremos renunciar a las autopistas, ni a la calefacción en invierno, ni al aire acondicionado en verano.

    Para la Iglesia, esta nueva conciencia ecológica es un desafío y una oportuni­dad: conducir al hombre hacia la trascen­dencia, enseñándole a recorrer el camino que parte de la experiencia de la creación y desemboca en el conocimiento del crea­dor, superando la tentación de divinizar la Tierra. La Escritura y el ejemplo de algunos santos, cuyo paradigma es San Francisco de Asís, ofrecen puntos de apoyo para esta evangelización de la ecología.

    III.              LA RESPUESTA DE LA IGLESIA

    Tales son los desafíos que la Iglesia del III milenio encuentra frente a si. Siete ta­reas ingentes, que exigen la movilización de todos sus recursos, de su creatividad e iniciativa, pero que son, al mismo tiempo, siete Posibilidades de anunciar al mundo a Jesucristo.

    ¿Cuál ha de ser la respuesta en esta nueva etapa de la Historia que se abre ante nosotros? Esta ha sido la pregunta que afloraba una y otra vez en los días del Consistorio extraordinario que acabamos de celebrar junto al Santo Padre. ¿Cómo responder a estos desafíos? ¿Cómo apro­vechar las nuevas circunstancias para anunciar a los hombres a Jesucristo? Una vez más: la Iglesia pasa a los bárbaros. Y habría que añadir con Lacordaire: amándolos.

    La respuesta viene dada por la palabra que acaso más se haya repetido aquellos días: la santidad. Bien entendido significa que el principal desafío para la Iglesia no está fuera, sino dentro de ella misma. Su tarea principal, antes que cualquier otra, es acoger el Evangelio con más fidelidad, con más radicalidad aún, dejarse purificar por la Palabra de Dios, que penetra hasta la frontera entre el alma y el espíritu (Heb 4,12), y regenerar por el baño del agua y de la palabra. La Iglesia del siglo XXI, ha de ser sobre todo cristiana, es decir, más de Cristo. Naturalmente, al hablar de santi­dad, se trata de la respuesta personal de los hijos de la Iglesia a la Palabra de Dios. Sólo hombres y mujeres reconstruidos interiormente podrán dar nueva vida a la Iglesia, como entendió Francisco cuando escuchó la invitación de Cristo a reconstr­uir su casa que amenazaba ruina. Antes que preguntarnos  por la adopción de nuevas estrategias, la creación de nuevas estructuras, tenemos todos que hacer una humilde confesión de culpa y emprender el camino de la propia conversión.

    San Juan de Ávila un hombre del Post-concilio reformador de la Iglesia en España, escribía en sus memoriales al Concilio de Trento que los sabios decretos de reforma promulgados por el Concilio servirían de bien poco sin hombres refor­mados interiormente que los llevaran a cabo. Por eso se ha hablado también en el Consistorio de la urgencia de transformar la Iglesia, no sólo en una Iglesia para los pobres, sino en una Iglesia pobre, es decir, más confiada en la fuerza del Espíritu Santo y apoyada en su acción que en sus propios métodos, estructuras e instituciones. Una Iglesia pobre, que no renuncia a usar los medios que Dios le da para desempeñar su misión, pero no pone en ellos su esperanza ni su salvación

     

    Centros Culturales Católicos

     

    Quisiera no obstante, apuntar una ta­rea que me parece de capital importancia. Se ha escrito que la crisis que padecemos en nuestro tiempo no es una crisis de fe, sino una crisis cultural[25]. Es necesario por ello un compromiso valiente, creativo y decidido en el campo de la cultura. Por razones que seria largo de enumerar aho­ra, ha habido una deserción de los católi­cos del campo de la cultura, del arte y de la creación literaria, abandonándolos a posiciones y modelos antropológicos defi­cientes. La Iglesia en Europa, y España no constituye una excepción, ha conocido un «desfondamiento intelectual» como no padecía desde hace tiempo, y se encuen­tra desprovista de figuras capaces de ofrecer una respuesta cultural alternativa. No se trata de encerrarse en una cultura de ghetto, cerrada u hostil a la cultura ambiente, sino de asumir con decisión la cultura de nuestro tiempo para transfor­marla desde dentro, siguiendo el ejemplo de los Padres de la Iglesia. No se trata de crear centros de cultura católico, sino de centros católicos de cultura.

    Para ello, es necesaria la labor de cen­tros de cultura, que a través de una acción capilar, abierta a todas las realidades de la cultura humana, ofrezca una propuesta diversa. Hago este llamamiento en la sede de la Fundación Universitaria Española, que ha mantenido una presencia activa en el campo de la cultura española a lo largo de sus casi 50 años de vida, desde que la generosidad y clarividencia de Jesusa Lara y D. Antonio Oliva la hicieran posible. Necesitamos crear una red de centros de cultura, ágiles, dinámicos, creativos, cuya preocupación constante sea la búsqueda del dialogo entre la fe y la cultura, la pro­moción de la cultura inspirada por los va­lores cristianos, la investigación científica, la formación[26]. Son una especie de avanzadilla intelectual de la Iglesia.

    El Consejo Pontificio de la Cultura está comprometido en la creación de redes de centros culturales católicos que hasta ahora se ha revelado una apuesta innova­dora y eficaz en el campo de la cultura. Hace apenas una semana he regresado de Bucarest donde hemos celebrado un en­cuentro de responsables de centros cultu­rales para Europa centro—oriental en el que han participado centros de 22 países. El mes pasado, el encuentro de Fatka, en el Libano, ha reunido a los directores y responsables de los centros de mediterrá­neo y Oriente Medio. No pocas veces, es­tos centros constituyen la única forma de presencia cristiana en medio de una so­ciedad mayoritariamente musulmana.

    Se trata de comenzar con medios mo­destos, sin caer de nuevo en la tentación de confiar en grandes estructuras dotadas de presupuestos millonarios. Pocas perso­nas, contagiadas de entusiasmo evangeli­zador, lo que Jacques Maritain llamaba «minorías proféticas de choque», son ca­paces de difundir con eficacia un nuevo estilo de vida. Hay que empezar recons­truyendo desde la base, rehaciendo un te­jido social y cultural. Una pequeña comu­nidad que haga visible con su vida, no sólo con las actividades del centro  

    Conclusión

    No nos es dado hacer profecías respec­to al futuro. No sabemos si nos aguarda una nueva era martirial, o si conoceremos una nueva primavera de fe en nuestros tiempos. En algunas regiones de Asia, como me decía recientemente un colabo­rador de la India en Consejo de la Cultu­ra, es previsible un periodo de persecu­ción, como ya se puede apreciar en China o en Indonesia y en países donde la mi­sión discurría pacíficamente como en la India. En España y otras zonas de Europa, la Iglesia del siglo xx ha conocido una persecución única en su historia milena­ria, y ninguno de nosotros podría afirmar que no se haya de repetir. La fe no cono­ce un progreso lineal de una época a otra. En cierto sentido, en cada generación la fe es la semilla de mostaza insignificante y siempre amenazada. Cuenta sin embar­go con la presencia de su Salvador y del Espíritu Santo, que no deja de suscitar nunca nuevos santos, hombres y mujeres que aportan soluciones nuevas y creativas a los desafíos de su tiempo.

    Silos países de antigua cristiandad en­vejecen. Pero la Iglesia permanece siem­pre joven, porque, como dice San Ireneo de Lyón, «Omnem novitatem attulit, se­metipsum afferens. Cristo, apartándose a si mismo ha aportado toda novedad»[27]. Hemos sido testigo de ello en Roma, en el Encuentro de la Jornada Mundial de la Juventud, donde dos millones de jóvenes se han reunido en pleno ferragosto roma­no alrededor del Papa. El Papa, al propo­ner a los jóvenes el «laboratorio de la fe», les estaba invitando a experimentar la fuerza de la fe, que hace posible lo que para los hombres es imposible. Esta es la fuerza y la esperanza de la Iglesia, la vic­toria que vence al mundo: nuestra fe. La fe que devuelve la vida a los muertos, hace ver a los ciegos y caminar a los paralíticos, la fe que cura los corazones des­garrados y da una palabra de aliento al abatido.

    «Se habla mucho —decía De Maistre— de los primeros siglos del cristianismo: en realidad, no estoy seguro de que hayan ya pasado». Somos nosotros los primeros cristianos, si medimos el tiempo con mag­nitud cósmica. El Evangelio apenas ha co­menzado a extenderse, y la nueva crea­ción es apenas un niño balbuciente. Entre las persecuciones del mundo y los con­suelos de Dios, la Iglesia continúa su ca­mino sin perder la esperanza.

    Termino recordando con emoción el grito apasionado de Ozanam: «¡La espe­ranza! —escribía—. El fallo de muchos cristianos es esperar poco. Es creer, frente a cualquier ataque, a cualquier obstáculo, en la ruina de la Iglesia. Son como los apóstoles en la barca durante la tempes­tad: olvidan que el Salvador está en me­dio de ellos».

     

    Muchas gracias.

     

     



    [1] Le Point, 10-11-1975, recogido por G. Verpraet, «Apocryphe. Malraux au Panthéon», France Catholique, 2571, 15-11-1996, p. 29.

    [2] Gaudium et Spes 4; Cfr. Consejo Pon­tificio de la Cultura, Para uno pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano, 1999, n. 7.

    [3] Cfr. Luc Ferry-Alain Renaut, La pen­sée 1968. Essai sur l’antihumanisme can tem­poroin, Paris, 1985.

    [4] R. Guardini, La fin des modernes, Seuil, Paris, 1953, pp. 61-122, passim.

    [5] Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio Vaticano II, 11/11/62, Enchiridion Va­ticanum 1, nn. 40-43.

    [6] S. Agustín, Sermo Caillau-Saint-Yves 2, 92. PIS, 2,441 -442.

    [7] Cfr. P. Poupard, «Quando la Chiesa Passa al Barban”», II Cristianesimo all’alba del III Millennio, Casale di Monferrato, 2000, 65-80.

    [8] Cfr. P. Poupard, Buscar la verdad en la cultura contemporánea, Ciudad Nueva, Madrid-Buenos Aires, 1995.

    [9] Pablo VI, Homilía de Clausura de la 4.~ Sesión de! Concilio, 7-12-1965, in P. Pou­pard, Iglesia y culturas. Orientación para una pastoral de la inteligencia, Edicep, Valencia, 1988, pp. 179-182.

    [10] Cfr. A. Bausola, «La tradición filosó­fica europea», en Cristianismo y Cultura en Europa. Memoria, conciencia, proyecto, Ma­drid, 1992, 40-58. Cfr. P. Poupard, tUmane­sima, la scommessa di Bausola», Awenire,

    11-5-2001.

    [11] J. F. Lyotard, La condizione postmo­derna, Milano, 1998, p. 5. Ed. Esp. La condi­ción posmoderna, México, 1993.

    [12] G. Vattimo, La fine della modernitá, Milano, 1998, 13.

    [13] Ibid., p. 20.

    [14] Card. C.M. Martini, «II dialogo con 1 non credenti. Fondamenti teologico-pastora­lii, Culturas y fe, 8 (2000) 26-29.

    [15] U. Eco, La bustina di Minerva, Mila­no, 2000, 132.

    [16] K. Lehmann, «Dio é piú grande dell’uomo», II Regna attualitá, 44 (1999) 637-648, aquí 640.

    [17] «Est enim aliud ipsum depositum Fi­dei, seu venitates, quae veneranda doctrina nostra continentur, aliud modus, quo eaedem enuntiantur, eodem tamen sensu eademque sententia» Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio, 11-10-1962. Enchiridion Vatica­num 1, ni. 55.

    [18] Juan Pablo II, Exhortación Apostó­lica Tertio Millennio Adveniente, n. 53; Car­ta Apostólica Nuovo Millennio Ineun te, fin 55-56.

    [19] P. Poupard, dir. Diccionario de las religiones, Barcelona, 1997.

    [20] A. Finkielkraut, Entrevista para Le Fi­garo. Amplio resumen y traducción en Alfa y Omega, 29-3-2001, pp. 26-27.

    [21] Juan Pablo II, Diálogo entre los cul­turas para una civilización del amor y de la paz Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2001, Ciudad del Vaticano, 2000, esp. Nn. 14-15: «Respeto de las culturas y “fisonomía cultural” del territorio».

    [22] A. Finkielkraut, Entrevista para Le Fi­garo. Amplio resumen y traducción en Alfa y Omega, 29-3-2001, pp. 26-27.

    [23] P. Poupard, «Los medios de comuni­cación social al servicio de una cultura de la verdad», Culturo y Medios de Comunicación Social. Actas del III Congreso Internacional, Salamanca, 2000, 20-27.

    [24] Juan Pablo II, Mensaje para la XXXIII Jornada Mundial de las Comunicaciones So­ciales, 24-1-1999, L’Osservatore Romano, Edición semanal en lengua española, 5-2-99.

    [25] Cfr. B. Lonergan, Collection, ed. F.E. Crowe, London, 1967, 266, ini M.P. Gallagher, Clashing Symbols, London, 1997, 5.

    [26] Consejo Pontificio de la Cultura, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano, 1999, n. 32.

    [27] Ireneo de Lión, Adv. Haer., 1,1V, o. 34.