POR
HENRI
DE LUBAC, S. J.
Publicado en España por Sal Terrae en febrero de 1970
«¿No
es necesario, cuando la gravedad de la hora lo exige, que el teólogo suspenda
por un momento sus investigaciones históricas, sus construcciones y sus
reflexiones personales —a las que nunca debería dar por otra parte una
importancia excesiva—, para recordar que toda su existencia de teólogo y toda
la autoridad que esta profesión puede aportarle, están fundadas ante todo en
la misión que ha recibido, de defender e ilustrar la fe de la Iglesia?»
Que
estamos asistiendo hoy día a una crisis de civilización, es una afirmación
que desde hace algún tiempo se ha convertido en vulgar. No es necesario
poseer, para comprobar este hecho, la intuición cuasiprofética, gracias a la
cual pudo adivinarla el P. Teilhard de Chardin, hace casi medio siglo. Se impone
igualmente de un modo evidente a todos que la crisis actual es aguda y acelerada
como ninguna de las que la han precedido. Pero hasta estos últimos tiempos,
se hablaba solamente de “mutación” para caracterizarla. Hoy comienza a
imponerse otra palabra para designar una fase nueva: es la palabra
“destrucción”. En una comunicación reciente, presentada a la Academia de
Ciencias Morales, en Paris, sobre la violencia en las Bellas Artes, el señor
André Chastel se expresaba de este modo: “Nuestra época se caracterizará
probablemente por la rapidez del desarrollo que ha conducido a lo que se puede
llamar, por anticipación, una irresistible y misteriosa autodestrucción”[1].
André
Chastel es un historiador del arte, y el arte desempeña frecuentemente, en sus
formas inventivas extremas y en sus búsquedas tenidas por escandalosas, una
función de anticipación[2],
Pero no es necesario consultarlo para saber a qué atenerse. El frenesí de
violencia que explota o que se incuba en diversos lugares de nuestro planeta,
bien se la tema como una fuerza salvaje o bien suscite la esperanza de otra
sociedad, incluso de otra humanidad, nueva y maravillosa, no es un accidente
pasajero. Un observador perspicaz, el señor Erik Weil, la había predicho hace
ya quince años:
“Hoy
día la contradicción entre la vida íntima y la sociedad es una realidad, y
una realidad que plantea un problema al pensamiento... Es verdad que la mayoría
de los hombres en la sociedad moderna no expresan el sentimiento de su situación
problemática; incluso es posible
que este sentimiento, en cuanto sentimiento registrado por una conciencia, no
se presente en ellos. Pero registrado o no, existe y actúa; la prueba la
tenemos
en el gran número de desequilibrados (de los que se califican de este modo a si
mismos) en las sociedades más avanzadas; suicidas, neuróticos, convertidos a
falsas religiones..., alcohólicos, morfinómanos, criminales “sin
motivo”, cazadores de sensaciones y de diversiones inéditas. El mismo
sentimiento de insatisfacción explica los movimientos de protesta contra la
realidad de la sociedad, las declamaciones y sermones revolucionarios en el
vacío que no se dirigen contra tal o cual rasgo de la organización social,
sino contra la organización en lo que tiene de racionalidad calculadora, y
que oponen a la perversa realidad de la deshumanización
y de la cosificación, el sueño
formal de una existencia en la pura arbitrariedad”[3]
Hace
apenas dos años, el señor Erik Weil podía repetir con más firmeza el mismo
diagnóstico, ya que los acontecimientos le dan cada vez más la razón:
“La
sociedad fundada sobre el trabajo ha domesticado al animal desencadenado por la
lucha entre los individuos y los grupos —ha vaciado al hombre.., ha hecho
desaparecer la presión exterior y la de los amos arbitrarios—, pero no ha
libertado al hombre para darle una vida llena de sentido...; ha universalizado
al hombre mediante la racionalidad —no le permite decir lo que significa su
empeño. Deja al individuo tiempo de divertirse—, no hace nada, no puede hacer
nada para que piense, para que exprese un mundo, su mundo, a si mismo en su
mundo...; el resultado es el hastío del progreso indefinido y absurdo, un
enemigo al que solamente se consigue escapar por la violencia desinteresada”[4]
Es
el mismo diagnóstico que de manera independiente enuncia el Sr. Paul Ricoeur,
hablando de un mundo, el nuestro, cada vez más racionalizado, y al mismo tiempo
cada vez más absurdo. Cuanto más se racionaliza este mundo, más absurdo se
hace. No es extraño, concluye el Sr. Paul Ricoeur, que en la era de la
planificación, la inteligencia, reducida a las leyes de un entendimiento
calculador, “no encuentre otra solución que la impugnación radical del beatnik
o el absurdo de un crimen arbitrario” [5]
No
es extraño, diremos todavía con Pierre Emmanuel, que estalle una gran repulsa
contra el mundo moderno, y no solamente contra tal o cual sistema de política o
de economía, sino también contra “una monstruosa máquina, tan llena de
abstracciones como de acero, que se sirve del hombre y lo determina a su imagen
con el único fin de aumentar su tiranía sobre él”[6]
No
es extraño —añadiremos— que la crisis haya afectado particularmente a la
juventud, bien bajo la forma de una crisis universitaria en todos los
continentes,
bien bajo la forma de una “contestación” universal.
No
hay por qué admirarse si en su principio, si no en todas sus manifestaciones y
en sus resultados nihilistas, esta crisis violenta ha suscitado ecos de simpatía,
a veces ardientes, en numerosas conciencias cristianas. ¿Cómo no se vería
dispuesto el cristiano —en efecto— a reaccionar contra un sistema que
ignora la dignidad del hombre, que asfixia su alma, y que lo cierra a la
esperanza? ¿Cómo no comprendería “esta especie de energía instintiva de un
ser que se revuelve contra el ambiente y quiere respirar cueste lo que
cueste”?[7]
Y ¿cómo, si la fe es viva en él, no aprovecharía esta ocasión de mostrar a
su hermano desamparado el sentido que desde la primera predicación del
Evangelio a través de las múltiples peripecias de la historia, ilumina la
vida de su comunidad?
Esto
es, efectivamente, lo que ha ocurrido en más de un caso. No han faltado,
principalmente, jóvenes cristianos vigorosos y sagaces para difundir a su
alrededor la luz que llevan dentro de sí.
Al
contrario, lo que puede parecer paradójico, es que la misma crisis haya
repercutido con tanta fuerza, fuerza devastadora, en el interior mismo de la
Iglesia, y contra ella. Es que este mismo espíritu de “contestación”,
después de haberse apoderado de numerosos bautizados, los ha disparado contra
la comunidad a la que pertenecen, al mismo tiempo que continúan sufriendo la
fascinación de este mundo moderno impugnado por otros. Nos enfrentamos con un
mimetismo y una inversión igualmente
extraña.
Deberíamos
fijar nuestra atención en muchos otros elementos, si quisiéramos analizar más
de cerca las causas de una crisis religiosa extremadamente compleja. Deberíamos
examinar los aspectos que la convierten o pueden convertir en crisis de
crecimiento. Deberíamos observar también ese fenómeno de languidez
espiritual, de “atonía espiritual generalizada” que se ha manifestado un
poco en todos los países como consecuencia de la última guerra mundial, y del
que no se han visto libres los ambientes católicos[8]
La
atmósfera espiritual reinante en el pontificado de Pío XII, en el centro de la
catolicidad, no era favorable a un despertar; ni la repentina popularidad de
Juan XXIII, ni el gran acontecimiento del Concilio —mal conocido, como lo
veremos—, consiguieron suscitarlo plenamente. Se hablaba de la Iglesia más
que se la sentía; se disertaba de las cosas de la fe sin vivir su misterio. De
donde en muchos casos, aun hoy día, esta modorra, esta ausencia de interés,
esta ausencia de reacción orgánica, incluso esta secreta complicidad, frente a
determinadas fuerzas destructoras. Cierto, y vamos a mostrarlo inmediatamente,
la situación presente en el interior de la Iglesia comporta otros muchos
elementos. Está lejos de reducirse a la paradoja que hemos descrito. Pero no
por eso esta paradoja es una de sus características más esenciales. Vamos a
describirla a grandes rasgos.
La
“contestación” hoy día generalizada presenta dos vertientes. Ataca
primeramente las estructuras de la sociedad establecida, y en segundo lugar el
patrimonio intelectual y cultural que esta sociedad nos transmite, perseguido
hasta en sus mismas raíces. Ahora bien, tanto en un caso como en el otro, la
vemos actuando en el seno del Catolicismo[9].
No
hablamos aquí —por supuesto— de criticas serias, limitadas en sus
objetivos, procedentes de hombres competentes y responsables, ansiosos de
reformas justas o de adaptaciones necesarias, aunque las renovaciones más
decisivas surgen menos de los planes de los reformadores que de las creaciones
de los santos. No hablamos de las criticas, incluso excesivas en su forma o
inoportunas en sus objetivos, Inspiradas por el amor. Tampoco queremos
desconocer —Dios nos libre— que muchos problemas hoy planteados no derivan
de una intención subversiva: no se nos da todo hecho y constituido, hay que
investigar[10].
Sin duda en
materia de fe se abusa frecuentemente de esta palabra “investigación”.
Ocurre que por una ciega concesión a la moda, se tiende a confundir la
investigación con las invenciones caprichosas, o a entronizar el escepticismo
como principio, en una especie de desconfianza y de hostilidad esencial a todo
lo constituido. No por eso se la debe frenar. Al contrario, quisiéramos que
tuviera más amplitud al mismo tiempo que más seriedad. ¿No ha habido
frecuentemente demasiada pasividad en los cristianos capaces de reflexión?[11].
La
máxima agustiniana se impone en todos los tiempos y es más exigente de lo que
puede parecer a primera vista: buscar para encontrar, pero encontrar para
seguir buscando. El cristiano que se entrega a la investigación, sea cual sea
su especialidad, en el vasto campo de las ciencias religiosas y del dogma no
tiene por qué dar señales de timidez. Está cierto de ir, aunque fuese a costa
de muchas extrañezas, de fide in fidem. Y
por necesidad de método su investigación exige básicamente siempre, en el
sentido más auténtico de la palabra, una crítica. Pero debemos comprobar hoy
otra cosa.
Es
necesario observar —cada día tenemos nuevos ejemplos— una disposición
amarga y vengativa decidida de antemano a no perdonar nada; una voluntad de
denigración, una especie de agresividad que se ejerce a veces contra el pasado
de la Iglesia y contra su actual existencia, contra el conjunto de sus
fieles, contra todas las formas de su autoridad, contra todas sus estructuras,
a veces sin distinguir las que se deben a las contingencias históricas y las
que le son esenciales por ser de institución divina. En ciertos espíritus
funciona un tamiz selectivo para rechazar todo lo que la Iglesia ha producido,
durante los siglos, en favor de la humanidad, su acción civilizadora, su
aportación al desarrollo de la personalidad humana, la fecundidad de las
creaciones siempre renovadas de la caridad que bebe en el Evangelio y que
mantiene en el alma de sus hijos.
En
libros y artículos cuya arbitrariedad supera la de los trabajos denunciados
justamente como deformados por intenciones apologéticas, se falsifica
odiosamente su historia. Por otra parte, ¡es tan fácil encontrar materia
abundante de crítica o indignarse en la multitud infinita de hechos, y en la
consideración de la miseria humana! Rechazan como un peso muerto su tradición
que desconocen; siendo así que es, ante todo, una fuerza viva, actualizante,
la asemejan, porque son incapaces de hacer el esfuerzo de conocerla y sentirla,
a las reliquias de un pasado muerto. Se opone soberbiamente la reflexión
individual a esta Tradición recibida y prolongada en la fe, se rebaja la
fidelidad ante lo que se nombra demasiado fácilmente la verdad[12].
Cuando
prevalece este estado de espíritu, la autoridad de la Iglesia se convierte en
el blanco preferido de las criticas. Solamente se la ve como un poder
exterior, incluso hostil, cuyas actuaciones se tienen por tiránicas, opresoras.
Se soporta con impaciencia su magisterio; se tienen por abusivas sus
declaraciones, se las discute ásperamente, hasta se las rechaza abiertamente.
No sienten reparo en remover la opinión pública contra él. Parece que a
veces han perdido toda noción de la naturaleza y de las exigencias de la
libertad cristiana. Y admiro la tranquilidad de conciencia de tantos hijos de la
Iglesia que, sin haber hecho nunca nada importante, sin haber pensado ni
sufrido, sin tomarse el tiempo de reflexionar o de informarse, se convierten
cada día, ante los aplausos de muchedumbres extrañas, en los acusadores de
su madre y de sus hermanos. Muy frecuentemente se me ha ocurrido pensar, al
oírles: ¡ Cuántas más razones tiene la Iglesia, toda la Iglesia, para estar
quejosa de ellos![13]
Hace
dos años uno de los espíritus más nobles y más sagaces de nuestra generación,
y que no es de los últimos en urgir la ejecución de las decisiones
conciliares como en promover la renovación doctrinal, aludía a este desorden.
Lo hacia en términos que su moderación misma hace particularmente
elocuentes. Se trata de un anglicano convertido al Catolicismo, Mons.
Christopher Butler, antiguo abad benedictino de Downside y miembro influyente
del Concilio, hoy obispo auxiliar de Londres. “Se me permitirá afirmar, decía
a finales de 1967, después de haber vivido el Concilio y haberme alegrado de
su obra: determinados fenómenos en la vida de la Iglesia actual me impulsan a
advertir que a la larga la vida carismática puede destruirse a si misma, a no
ser que se reconozcan sinceramente y se respeten con lealtad los derechos
divinos del magisterio”[14]
Más
de un siglo antes, el gran Newman, al considerar la fase crítica por la que
entonces pasaba la Iglesia inglesa, se expresaba en términos que parecen
profetizar la situación religiosa que se despliega ante nuestra mirada:
“La
irreverencia hacia la antigüedad, la violación caprichosa y sin escrúpulos de
los mandamientos y de las tradiciones de nuestros antepasados, el desprecio de
sus actos caritativos, la profanación de la Iglesia, el desconocimiento
temerario de la exigencia de la unidad en la Iglesia; la exhibición del desdén
de lo que se llama una religión de grupo (hoy diríamos: religión sociológica);
la creciente indiferencia ante el credo católico; las discusiones, las
comparaciones, las refutaciones, toda la serie de argumentaciones presuntuosas
a las que se someten sus sagrados artículos; las criticas innumerables y
discordantes de la liturgia que han estallado alrededor de nosotros en todas
partes; el espíritu descontentadizo que se observa por doquier y el ansia de
una anarquía general: ¿qué significan todos estos síntomas sino que el espíritu
de Saúl vive todavía, esta pertinaz insumisión, totalmente contraria al
celo de David, la voluntad de romper y de conculcar todas las ordenaciones
divinas en vez de construir sobre ellas?”[15]
Newman
evoca el castigo que amenaza a esta actitud. No me atrevo a proseguir la cita[16].
Pero sus advertencias nos han introducido ya en la segunda esfera, la esfera
intelectual de la “contestación”.
Se
ha observado con exactitud que cuando la inteligencia se ve reducida al
entendimiento, cuando queda nivelada, privada de toda profundidad, se convierte
en una fuente de opresión para el hombre. Esta es la conclusión de los análisis
de Erik Weil y de Paul Ricoeur que citábamos al comienzo.
El
hecho no es nuevo. Se ha generalizado, y el desarrollo, maravilloso en si mismo,
de las ciencias y de las técnicas que son obra del entendimiento, no hacen
más que aumentar la gravedad del problema.
“Hoy,
advertía Dietrich Bonhoeffer en 1944, nuestra existencia espiritual e
intelectual está truncada”[17]
Si
el mundo (y el hombre en este mundo) se convierte en una máquina es porque
primeramente la inteligencia se ha reducido a sí misma al mecanismo del
entendimiento; es que “la objetivación temible del conocimiento sobre el
hombre” engendra fatalmente “un verdadero cautiverio de Babilonia, lejos
de todo refugio espiritual”[18].
De ahí la revolución violenta, que se manifiesta al mismo tiempo en la repulsa
crítica de los resultados alienantes y en una exaltación de lo Irracional.
Pero
como ocurre frecuentemente esta revolución permanece prisionera del presupuesto
que la provoca. Su evasión a lo irracional es una buena prueba: una misma idea
reducida de la inteligencia continúa dominándola. De esta manera los dos
adversarios que se enfrentan permanecen unidos dentro del mismo género. La
función calculadora y constructora por una parte, y por otra la función crítica
y destructora son las dos orientaciones opuestas del mismo entendimiento,
mientras que lo que se necesitaría, para solucionar de un modo positivo la
crisis, sería la apertura a una nueva dimensión. Sería el restablecimiento
del espíritu en su integridad por el recurso (tomo la palabra en su sentido más
amplio) a su función contemplativa[19].
Ahora bien, esto es precisamente lo que de ordinario falta[20].
Es lo que se echa de menos también cuando la crisis de la inteligencia ataca
a los mismos creyentes y se encuentra así transferida al interior de la fe para
socavarla.
En
efecto, cuando la función crítica es la única que entra en actividad, no
tardará mucho tiempo en pulverizarlo todo. No permitirá ver ni las constantes
del espíritu, ni las de la tradición doctrinal, ni la continuidad y la
unicidad de la verdad revelada a través de las diversas expresiones culturales
que coinciden o se suceden.
En
este caso la revelación divina, por el hecho de expresarse inevitablemente en
signos, se encuentra reducida a una serie de pensamientos e interpretaciones
meramente humanas. La fe cristiana, tomada en su primera autenticidad, es sólo
un hecho de cultura, importante sin duda, pero en cuanto tal, superado. La
teología, o lo que todavía se llama con ese nombre, debe dar una respuesta
inmediata a los problemas del hombre moderno, sin preocuparse del hombre eterno,
y el teólogo en vez de tener que investigar el mensaje de Cristo para
actualizarlo, sólo se preocupa, en su afán de actualismo, de estar siempre más
y más en vanguardia. Con menosprecio de todo auténtico espíritu crítico,
el espíritu de crítica termina por prevalecer. Encuentra con facilidad un
terreno predilecto en una literatura sagrada cuyo objeto último únicamente
se capta a través de imágenes y de símbolos. Comienza a desdeñarse a los
pensadores cristianos de todos los siglos como si nada tuvieran ya que decirnos;
se presentan las fórmulas tradicionales de la fe bajo una, luz que permite
ridiculizarlas, a fin de reclamar pura y simplemente su desaparición, y so
pretexto de modernizar el lenguaje, en realidad lo que se hace es eliminar el
fondo mismo de la fe[21].
La
idea de una profundización del misterio retrocede ante la elaboración de una
filosofía —de una gnosis— que se pretende superior, y esta vez ya no es sólo
el objeto de la fe el que cambia: desaparece la misma especificidad de la fe.
Sacan de todas partes los elementos que se podrán explotar, sea como sea, en un
sentido negativo: ¿quién ignora, a este propósito, el empleo increíblemente
ingenuo y dogmático de la obra de un Bultmann, llevado a cabo por hombres
profundamente incapaces de estudiarlo críticamente?[22].¿Quién
no conoce el éxito que tienen actualmente las citas abusivas de algunas fórmulas
de Bonhoeffer?[23].Cualquier
recriminación, cualquier ocurrencia, cuando no se trata de un capricho
aberrante, queda calificada de profética, aun cuando sea demasiado claro que
procede de la ignorancia, o del apriorismo, o de concesiones a la opinión
de moda, o simplemente de la debilidad humana; o que ofrece todas las apariencias
del más falso profetismo. Comienza a difundirse una literatura de bajo estilo,
llena de “slogans” publicitarios, que se propaga tanto más rápidamente
cuanto que no se dirige a la inteligencia crítica; una literatura que halaga
las pasiones del día y fomenta todas las confusiones.
No
sintamos reparo en decirlo: nada de todo esto nos promete nada. Una fe que se
disuelve en el equivoco no puede fecundar nada. Una comunidad en desintegración
es incapaz de irradiar o de atraer. El último “slogan” no es un pensamiento
nuevo. Las criticas más ruidosas son también las más estériles. La verdadera
audacia es algo muy distinto —algo muy raro—, y, como lo advertía ayer un
teólogo protestante, muchos gestos que se creen audaces, “sólo son una
especie de evasión a la contestación”[24].
La creatividad no es de ordinario patrimonio de los que se glorían de ella, y
mucho menos todavía que en cualquier otro ámbito, en las cosas de la fe y de
la vida.
Estas
afirmaciones —lo sé bien— exponen a su autor a que se le clasifique dentro
de alguna categoría infamante. Se le tratará de “conservador”, o de
“reaccionario”, o de “integrista”, o simplemente de “desfasado”, de
“irrecuperable”, como dicen algunos elegantemente. ¡Cómo se puede
despojar a las palabras de su sentido o aplicarlas al revés! Posiblemente
alguien preferirá situarlo entre esos “tradicionalistas” que defienden una
forma caducada de poder... No es menos cierto que todo el porvenir de la
Iglesia, toda la fecundidad de su misión, todo lo que puede y debe dar al mundo
depende hoy día de un despertar enérgico de la fe. Liberar la conciencia
cristiana de un negativismo morboso, de una neurastenia que la roe, de un
complejo de inferioridad que la paraliza, de una red de equívocos que la
asfixia, es poner la condición esencial, no de una restauración inerte, sino
de la renovación a la que aspira la Iglesia.
El
último Concilio ha trazado el programa de esta renovación. Todos acuden a él
(o acudían), pero en direcciones distintas. De hecho se le conoce y se le sigue
poco. Muchos de los que pretendían ser los únicos que lo tomaban en serio, hoy
lo desprecian. Desde el primer momento había comenzado a difundirse una
falsa interpretación. Los que han participado de cerca en sus trabajos lo saben
[25]¿Se
quieren algunos ejemplos?
La
constitución Dei Verbum concentra la
mirada del creyente en Jesucristo, Palabra sustancial de Dios, “mediador al
mismo tiempo que plenitud de la revelación”. Muestra a la Escritura que da
testimonio de El. Articula mutuamente los dos Testamentos. Al mismo tiempo
que alienta el trabajo critico de los exégetas, recuerda enérgicamente la
necesidad de leer los Libros Sagrados en la fe y de interpretarlos conforme a la
Tradición.
Ahora
bien, en muchos la personalidad histórica de Jesús se difumina. Enfrentan al
Antiguo Testamento, debidamente deformado, contra el Nuevo[26],
Un biblicismo estrecho que se burla de toda tradición y que se devora a sí
mismo empieza a propagarse. A partir de este biblicismo elaboran la noción de
una fe en el porvenir, que nada auténtico conserva del Evangelio de
Jesucristo. Escuchemos, sin embargo, esta advertencia saludable procedente
de una pluma protestante:
“En
la Iglesia no se trata, dice Karl Barth, de saltar, por decirlo así, por
encima de los siglos y de enlazar
inmediatamente con la Biblia... Esto es lo que ha hecho el biblicismo al
rechazar categóricamente el símbolo de Nicea, la ortodoxia, la escolástica,
los Santos Padres, las confesiones de fe, para retener únicamente la Biblia...
Ahora bien —cosa extraña—, este procedimiento ha desembocado siempre en
una teología muy «moderna». Estos biblicistas decididos compartían la
filosofía de su tiempo: han encontrado en la Biblia sus propias ideas: se habían
librado de los dogmas de la Iglesia, pero no de sus propios dogmas y concepciones”
[27]
La
constitución Lumen gentium nos habla
de la Iglesia. primeramente como de un misterio, de un don de Dios, de una
realidad que no pertenece al hombre: “Esposa del Cordero”, “nuestra
Madre”. Los que se incorporan a esta Iglesia constituyen el Pueblo de Dios, en
marcha hacia la patria eterna. Todos son llamados en su seno a la santidad. Para
guiarlos en esta marcha, el Señor ha dado a su Iglesia una constitución jerárquica:
el Colegio Episcopal, cuya cabeza es el Papa, ha recibido la triple misión de
enseñar, de santificar y de gobernar, etc.
Ahora
bien, en muchas partes lo único que parecen querer retener de esta doctrina
es la idea o más bien la expresión de Pueblo de Dios, cuya significación
adulteran, para transformar a la Iglesia en una vasta democracia[28].
Debido a un contrasentido semejante, corrompen la idea tradicional, revalorizada
por esta constitución, de la colegialidad episcopal, y pretenden extenderla a
todos los niveles. confundiéndola con la de un gobierno parlamentario. Se la
explota absurdamente contra el Papado. Se critica lo que se llama “la
Iglesia institucional” en nombre de un ideal de cristianismo amorfo tan
contrario al más elemental realismo como a la fe católica y a la misma
historia de la Iglesia primitiva, etc. De este modo alientan no solamente
abusos y desórdenes prácticos: queda minada la constitución divina de la
Iglesia, su misma esencia tal como existía el primer día de su historia.
En
cuanto a la constitución Gaudium et spes,
que algunos querrían fuese la única aceptable, si bien es verdad que nos
recomienda “la apertura al mundo”, es especificando cuidadosamente el
sentido en que toma esta palabra[29]
y el programa que traza lo mismo que las enseñanzas doctrinales sobre las
que la apoya, no dejan ninguna duda a este propósito. Lo hace en nombre del
dinamismo de nuestra fe, contra un repliegue tímido y egoísta, que resignándose
a dejar al “mundo” seguir su curso humano, demasiado humano, “y a
aprisionar al catolicismo en un lazareto”[30],
daba la triste impresión, en más de un ambiente, de pérdida de vitalidad.
Es
para que aspiremos a cumplir en el mundo la función del alma en el cuerpo, según
la célebre fórmula de la epístola a Diognetes que nos recuerda, y, como
ella añade todavía, “para dar sabor a la tierra e iluminar al mundo”. Todo
es, en definitiva, para hacer penetrar en los diferentes sectores de la vida
el espíritu del Evangelio[31]
y para anunciar al mundo, con “la sublimidad de la vocación humana”, la
única salvación que procede de Cristo.
Pero
¿no ocurre que, muy al contrario, por una grosera tergiversación, esta
“apertura” se convierte en un olvido de la salvación, un alejamiento del
Evangelio, una negativa a la cruz de Cristo, un deslizamiento en el
secularismo, una minusvaloración de la fe y de las costumbres, en suma: una
disolución en el mundo, una abdicación, una pérdida de identidad, es decir,
la traición a nuestra vocación en el mundo?[32]
Fundándose en que el Concilio, que seguía en esto el deseo de Juan XXIII, no ha querido definir nuevos dogmas ni pronunciar anatemas, muchos concluyen que la Iglesia no tiene ya el derecho de juzgar de nada ni de nadie. Imposible renegar de un modo más absoluto no sólo de veinte siglos de tradición, sino de la misma Iglesia de los primeros apóstoles. Preconizan un pluralismo que ya no es el pluralismo de las escuelas teológicas en la ilustración de la misma fe normativa, ni el de los diversos modos de ser de los pueblos en sus respectivas interpretaciones del mismo misterio sino el de las creencias o interpretaciones profundamente diversas.
Es
hecho notorio también cómo el Decreto
sobre la libertad religiosa ha sido mal interpretado cuando, al contrario
de sus intenciones más explicitas, se quiere sacar la consecuencia de que ya no
hay por qué seguir anunciando el Evangelio, cuando en realidad nos recuerda la
urgente obligación de este anuncio (cualesquiera que sean en la práctica los
retrasos o cualesquiera que sean las formas exigidas por las circunstancias)[33].¡Cuántas
observaciones análogas podrían hacerse a propósito de la Constitución sobre la liturgia, tan mal comprendida, a veces
incluso ridiculizada sacrílegamente! ¿Y el Decreto
sobre el ecumenismo?
Si
no se comprobase su inconsciencia, podríamos creer que entre los que debieran
ser los primeros en hacerlos madurar, muchos se empeñan en comprometer
algunos de los frutos más excelentes del Concilio. En todo caso están
expuestos a retardarlos más eficazmente que unos cuantos refractarios
malhumorados que ya nada pueden impedir. ¡Cuánto sarcasmo todavía demasiado
frecuente, en la pretensión bien aireada de aplicar audazmente los principios
enunciados por el Concilio para la renovación adaptada de la vida religiosa,
cuando en realidad la están torpedeando![34]
Quizás sea aquí donde las destrucciones de la. crisis son a la vez más graves
y más significativas, porque afecta a los mismos de los que se debería esperar
con más razón la fidelidad más activa y más resueltamente espiritual al
“duc in altum” del Concilio, y porque lo mismo para el mal que para el bien,
su influencia es muy fuerte sobre todos los demás miembros de la Iglesia,
sacerdotes o seglares. ¡ Qué miserables realidades, qué abandonos de toda
especie, qué degradaciones, que llegan en ciertos casos hasta la perversión,
se ocultan entonces bajo el señuelo del “profetismo” o de las “exigencias
de la verdad”, bajo la falacia de la palabra “renovación”![35]
El
lector nos permitirá que hagamos una confidencia. En Roma, durante los años
del Concilio, muchos de entre nosotros apenas podíamos comprender las
reticencias de un determinado número de obispos: no porque éstos se opusiesen
por principio a la doctrina o a la orientación de los textos que les sometíamos;
sino porque manifestaban su temor a las consecuencias que podrían seguirse por
razón de malas interpretaciones. ¿Estaban tan equivocados estos obispos
prudentes, eran tan pusilánimes, cuando dudaban en comprometerse, o cuando
multiplicaban sus precauciones, temiendo que se tergiversase el sentido de
palabras como colegialidad, mundo o libertad?
A veces nos sentíamos irritados, en medio de nuestra impaciencia —¡tantas eran las precisiones acumuladas, tanta la meticulosidad con que se pesaban los términos, que nos parecian claros y en realidad lo eran!—. Pero estos obispos únicamente tenían miedo a las confusiones que pudieran origlnarse en el pueblo fiel. No se atrevían a imaginarse que apenas unos días después del Concilio, las falsificaciones iban a proliferar, exhibirse, imponerse, como lo ha mostrado la realidad, incluso en la corporación de los “teólogos”... Es verdad que ante algunos extravíos, algunas obstinaciones apasionadas, todas las precauciones están de más.
Una
caricatura, aparecida en un semanario americano, me parece expresar con
exactitud el sentimiento de estupor que se apodera de un número creciente de
observadores ante lo que ocurre hoy día en la Iglesia Católica. Un sacerdote
entra en un “taxi”; el taxista se vuelve hacia él, le pregunta, no en inglés
coloquial, sino en lenguaje bíblico: “Whither Goest Thou?” -¿A dónde va
la Iglesia? Esta es la pregunta que surge en todas partes. ¿Va a caer en la
desintegración? ¿O acaso se renovará según la letra y el espíritu del
Concilio en una fidelidad intachable a su Señor para penetrar con entusiasmo
en la ruta de “los nuevos tiempos” y así cumplir mejor su misión en el
mundo?
No
debe interpretarse como una manifestación de pesimismo todo lo que hemos dicho
hasta aquí. Nos hemos sentido obligados a plantear el problema en toda su
gravedad. Otras consideraciones son todavía necesarias para preparar la
respuesta.
Es
propio de los tiempos de crisis que lo mejor se mezcle con lo peor. La promesa
de Cristo no puede fallar. El Espíritu de Cristo no abandonará a su Iglesia.
Incluso en nuestros tiempos este Espíritu sigue soplando. Inspira maravillas,
casi siempre ocultas. Ahora podemos conocer algunas de las obras admirables que
ha suscitado en las generaciones precedentes, con frecuencia injustamente
menospreciadas. Mañana se conocerán las maravillas que comienzan hoy a
florecer en el seno de nuestra generación. (El que lee demasiados periódicos
se hace una falsa idea de la realidad). Lo que acabamos de describir con rápidas
pinceladas es la consecuencia de ideologías ruidosas. A pesar de destrucciones
muy reales ya producidas, no afecta, sin embargo, a la vida profunda.
No
ha atacado ni a la reflexión teológica seria, ni los esfuerzos metódicos de
la pastoral, ni las formas nuevas de apostolado tan variadas, tan numerosas,
de abnegación y de servicio, ni el silencio y sacrificio de tantos cristianos
humildes cuya fidelidad es impermeable a toda crisis y que sólo Dios conoce[36]:
son los artífices más eficientes de la auténtica renovación que no se
produce sin conversión del corazón y sin fijar la mirada en Dios. Creyentes
auténticamente maduros que han llegado a la edad adulta en su fe —sean cultos
o no—. Madurez que “consiste precisamente en conseguir el espíritu de
infancia liberándose del fárrago científico de una falsa mayoría de edad”[37].
Si no siempre están al tanto de los problemas del lenguaje, atestiguan con
sus hechos que “una vida sin palabras vale más que una palabra sin vida”.
Es éste un lenguaje sencillo y directo que puede prescindir de traductor.
Si
se observan hoy muchos hechos de modernización superficial, a veces un poco
pueriles. o de mundanización vulgar, más lamentables, que se presentan como
progresos que trazan la dirección del porvenir, cuando en verdad acentúan más
bien las deficiencias del pasado cercano a nosotros, se asiste también como
consecuencia del impulso del Concilio a una extraordinaria fermentación, que
permite hablar, no de una Iglesia nueva, sino de una Iglesia rejuvenecida.
Muchos son aquellos a quienes este impulso ha lanzado realmente hacia adelante y
que uniendo frecuentemente sus esfuerzos, “progresan en la caridad con la
alegría del espíritu”[38].
Muchos son los que, por decirlo así, han vuelto a centrar su fe, los que la han
unificado, para profundizar mejor en ella y vivirla más conscientemente.
Muchos, aquellos a quienes ni la ideología, ni la charlatanería o la
intimidación desvían de la reflexión y de la oración; son activa e ingeniosamente
caritativos, están dispuestos a todas las transformaciones que exige la
constancia de la caridad.
Desde
los horizontes más diferentes se ven surgir espíritus jóvenes, abiertos
espontáneamente al porvenir, que dan prueba en su entusiasmo de una madurez
reflexiva que autoriza las mejores esperanzas. Hasta en ciertas iniciativas
dudosas, en las que se impone un discernimiento espiritual, seria lástima
querer arrancar demasiado bruscamente la cizaña de raíces débiles, con
peligro de exterminar el buen trigo. Más de una experiencia muy concreta nos
confirma también en la feliz seguridad de que muchos que en la hora actual se
dejan invadir por el desaliento o parecen condescender con el desorden
reinante, lo hacen únicamente por ignorancia o timidez, o conformismo
inconsciente, por miedo a apartarse del rebaño; pero su fidelidad profunda no
cede a los ataques.
Por
el contrario, entre aquellos que se encostran en una actitud defensiva y que
parecen desconfiar de las renovaciones más razonables, al confundir sus propias
prácticas rutinarias o sus pensamientos habituales con lo esencial de la fe o
la firmeza del espíritu católico, muchos seguirían sin gran dificultad lo
que nuestros dirigentes espirituales nos exigen. felices por encontrar un
ensanchamiento de su vida cristiana, si no se sintiesen desviados por tantos
confusionismos y falsificaciones, tantos gestos desconsiderados y falsas
renovaciones; si se les educase con más paciencia e inteligencia. Jamás
debemos renunciar al diálogo ni con los unos ni con los otros.
Reconozcámoslo:
si la generación presente no ofrece tantos nombres prestigiosos como lo hizo el
Catolicismo en Francia durante el primer tercio de este siglo, al menos no
faltan entre nosotros buenos trabajadores en todas las especialidades
religiosas. Más aún. hay verdaderos profetas, bien sea porque sacuden nuestras
conciencias al señalarnos las grandes tareas sociales del momento, bien sea
porque nos impelen a esta conversión íntima sin la cual nuestros primeros
esfuerzos no serian constantes o se corromperían; sea porque ellos mismos toman
sin ruido las iniciativas que un día habrán de imponerse como ejemplares.
Como siempre, se los reconocerá mucho más tarde; como siempre. primeramente
se los menospreciará, se ahogará su voz, se los tapiará dentro de un muro de
indiferencia. porque no halagan las opiniones de moda y su mensaje parece áspero.
Pero contribuyen bajo la acción del Espíritu, a mantener la Iglesia en la
dirección acertada y le abren nuevos derroteros que le permitirán avanzar.
Pensemos
también en el frescor de vida cristiano que podemos observar en algunas jóvenes
cristiandades. Son como nuevos brotes de savia, de una calidad a veces
exquisita, de perfume puramente evangélico, y que podrán comunicarnos en un próximo
futuro un nuevo entusiasmo. Pensemos en esos cristianos formados en la recia
escuela de regímenes perseguidores, que han permanecido heroicamente
fieles, que han afirmado y purificado su fe durante largas pruebas, que han
conocido por propia experiencia el precio de esta fe. Cuando puedan
establecerse intercambios más numerosos y libres, una nueva actualización de
esta communio sanctorum tendrá
lugar sin cesar entre los diversos miembros de la Iglesia, y si así lo
queremos, será una nueva esperanza para la humanización de nuestro mundo.
Todo
esto existe en la Iglesia en estos mismos momentos. Lo que hemos deplorado en
los especialistas de la crítica es precisamente la obstinación en no querer
verlo, o la afectación de menospreciarlo. Es una ceguera que los cierra a la más
profunda realidad existente en el presente como en el pasado. Sea porque sueñan
con una Iglesia perfecta que nunca encontrarán —evidentemente— en esta
tierra; sea porque, disgustados del Evangelio o imaginando haberlo superado,
no saben ya apreciar sus frutos. A la renovación de la Iglesia, demasiado
modesta a sus ojos, oponen, en nombre de un mito del “hombre moderno”, una
voluntad de revolución total; se encarnizan como doctrinarios contra todo lo
que para un cristiano fiel es y será siempre el tesoro más precioso. Como
ese Himeneo y ese Fileto de que habla San Pablo a Timoteo, que se creían ya
resucitados, perfectos, en la ilusión de su superioridad, se desvían en
realidad del Dios vivo para adorar los ídolos de su corazón[39].
Los
síntomas que acabamos de señalar son bien reales. Son capaces, a pesar de
tantas causas de tristeza, de mantener nuestra esperanza. Y además tenemos,
fuera de la Iglesia y al borde de sus fronteras flotantes, las llamadas de
tantos hombres que buscan a Dios, sin saberlo, y que sólo parecen estar
esperando a encontrarse con unos cristianos de verdad para incorporarse a
ellos. Ciertamente, aun en el caso de que no tuviésemos todas estas señales de
esperanza, nuestro optimismo debería permanecer intacto. ¿Acaso no es la más
bella esperanza la que palpita en los tiempos más oscuros? Pero ahí están
realmente ante nosotros. El Evangelio se ha insertado en el corazón de
nuestra historia —este Evangelio que es Jesús mismo—[40],
Fuente Inagotable, permanece siempre incrustado en el corazón de nuestra
actualidad tan dramática. La Iglesia que lo ha recibido, saca del Evangelio
para cada generación nova et vetera. Es
lo que acaba de hacer una vez más en el último Concilio. No en vano ha apelado
a la iniciativa y a la libertad de todos.
Por
supuesto, todos sabíamos que se corría un gran riesgo: incomprensiones,
exageraciones, abusos de toda especie. Todo esto era previsible. Era
inevitable que se produjesen algunos pasos en falso en la aplicación. Pero
frecuentemente estos pasos en falso son meras peripecias intranscendentes; y aun
cuando alguna vez son graves, no todos son irremediables. El Concilio ha
previsto este riesgo, se ha expuesto a él confiando en el Espíritu. Las miserias
de la hora presente no nos impedirán alegrarnos profundamente[41].
La fe ve una razón más de esperar en estas miserias, o más bien en el sufrimiento actual que de ellas se deriva para la Iglesia. Era necesario que Cristo sufriese. Era necesario que su Iglesia sufriese, y que sufriese en los suyos. Sean cuales sean las ilusiones que asaltan hoy a algunos de sus hijos, que quisieran vivir muy a la ligera el misterio pascual, “jamás podrán clavar la cruz detrás de ella como un hecho consumado”[42]. Pero, al pie de esta cruz siempre viva, brota “un tierno verdor, que anuncia el verano”[43].
Hay
que advertir, sin embargo, que ciertas condiciones se imponen, si pretendemos
seriamente superar la crisis presente, como el avión que lucha algún tiempo
contra la tempestad antes de remontarse hacia las alturas, para dejar de girar
sobre nosotros mismos en una vana agitación, y enrumbar hacia adelante. Para
terminar indicaré dos condiciones que me parecen las más fundamentales.
La
primera condición es el amor de Jesucristo. Este amor es el que hace al
cristiano[44]. Esto no podrá
cambiar. Según los tiempos y según los individuos, reviste formas y adquiere
matices muy diferentes; pero jamás podrá faltar. Ahora bien, hoy recibe los
más duros ataques. Se le declara caduco, ilusorio, o se le ridiculiza. No les
faltan argumentos, sacados de todas las ciencias, a aquellos que quieren
expulsarlo del corazón cristiano. Unos dicen que este amor se dirige a un
fantasma, porque el Jesús de la historia, el único Jesús real es inaccesible
a nuestras investigaciones. Para otros, la sucesión de las culturas, extrañas
unas a otras, lo aleja de nosotros cada día más y no nos permite apropiarnos
las definiciones dogmáticas de la antigua Iglesia. Otros están persuadidos y
quieren convencernos, en nombre de los progresos de la psicología y más
particularmente en nombre de los avances del psicoanálisis, de que este amor
alimenta en nosotros una religión sentimental, de fuentes turbias, indigna
del hombre adulto, a la que debemos renunciar valerosamente para entrar en la
fe. O bien nos declaran que el amor de Jesucristo, la adhesión a su persona,
nos retrotrae al pasado o nos traslada a las nubes, cuando se trata de
buscarle y de amarle en los hombres de hoy y de mañana para ser fiel al impulso
que Cristo nos da. Algunos que se tienen, ante todo, por filósofos, y que quizás
lo sean, nos invitan a una reflexión que ellos creen ser “superior”. Se
esfuerzan por hacernos comprender que el verdadero Cristianismo de ninguna manera
puede coincidir con aquel que hemos conocido hasta una época reciente. Tampoco
lo encontraremos en el estrecho personalismo, fruto de un pensamiento
mezquino, como el de un Orígenes o un Bernardo o un Agustín o un Tomás de
Aquino, o incluso como el de un Moehler o el de un Newman, como había sido el
de los primeros Apóstoles, principalmente San Pablo, y como lo han vivido
tantos Santos, tantos cristianos sencillos sin pretensiones culturales. Lo
encontraremos en adelante en la gnosis que lo comprende y penetra.
De
este modo parece que desde todos los horizontes de la ciencia, desde los de la
hermenéutica hasta los de la más alta especulación, los progresos realizados
por el espíritu humano en estos últimos tiempos, se confabulan para desviarnos
de este amor a Jesucristo del que San Pablo decía que nada, absolutamente nada,
podría nunca separarle[45].
Todo parece coaligarse para arrojar en el limbo de una mentalidad infantil a un
Teilhard de Chardin que, ayer todavía, exclamaba, parafraseando al Apóstol y
pensando en la inmensidad de nuestros descubrimientos, en los progresos
exorbitantes de nuestra ciencia y de nuestro poder, en las anticipaciones
posibles de nuestro pensamiento: “Me consta que nada hay en el mundo tan
violento o rutilante o inmensamente amplio, capaz de arrancarnos a nuestro Señor
o de eclipsarlo o de hacernos salir de El: ni los ángeles, ni la vida, ni la
muerte, ni la altura, ni la profundidad, ni los abismos del pasado, ni las
revelaciones del porvenir, nada debe separarnos de la caridad de nuestro Señor”[46].
Pero todo esto sólo es una apariencia. Porque se trata en todo caso de una conclusión abusiva.
De una exégesis montada con todo el rigor científico
la figura de Jesús sale siempre más enigmática para unos, más misteriosa
para otros, libre de rasgos quizás adventicios, despojada en todo caso de
interpretaciones mediocres. Si se mira un poco más de cerca, nos damos cuenta
de que solamente podemos deducir las negaciones o las reducciones a las que nos
conduce cierta exégesis, si nos entregamos a una verdadera “carnicería
filológica”[47], destinada a satisfacer
apriorismos mal disimulados. De esta manera, según Bultmann, es necesario que
la fe no se apoye sobre ninguna “obra”, en nuestro caso sobre ningún
resultado objetivo de la investigación histórica[48].
“La critica histórica adquiere así desde su mismo punto de partida un
sentido puramente negativo. Su finalidad no es establecer cómo han ocurrido las
cosas, sino cómo no han ocurrido, a fin de arrebatar a la fe cualquier andamiaje
histórico. Así como la investigación histórica no puede encontrar nada en
toda la historia que tenga alguna importancia para la fe, de hecho no encuentra
nada[49].
“La investigación, asegura el mismo Bultmann desemboca y debe desembocar en
una gran interrogación”[50].
Después de esto, bien podemos esperar que el Jesús de nuestro exegeta sea,
como lo ha escrito Ernst Lomeyer, “un libro sobre Jesús sin Jesús”.
Pero
hay discípulos de Bultmann, como Ernst Kásemann, Günther Bornkamm, Ernst
Fuchs y otros, más libres de prejuicios doctrinarios que su maestro y que
poseen también una ciencia más madura. Para ellos, “de los Evangelios no
pueden deducirse la resignación y el escepticismo”; al contrario,
perfilan ante nosotros, dice Bornkamm, “aunque bajo una forma muy diferente
de las crónicas y de los ensayos históricos habituales, la figura de Jesús
con toda la fuerza del contacto directo. Lo que nos refieren del mensaje de Jesús,
de sus acciones, de su historia, posee una autenticidad, un frescor, al
mismo tiempo que una singularidad que la fe pascual no hace desaparecer”[51].
Esta
figura no es la de un simple rabino, ni la de un simple profeta, ni la de un filósofo.
Como advierte Ernst Fuchs, “es la de un hombre que tiene la audacia de actuar
en lugar de Dios”[52].
Se necesita despreciar olímpicamente todo sentido de verosimilitud, para
suponer que haya podido surgir de la imaginación de cualquier comunidad o de
cualquier redactor individual. “Si la tranquila trayectoria del itinerario
que lleva a Jesús a su muerte fuese una construcción posterior de los discípulos,
éstos poseerían un genio religioso tan sobrehumano que superaría con mucho el
del modelo”[53].
Si
es siempre verdad que ninguna claridad de orden histórico será suficiente para
engendrar la fe, que pertenece a un orden diferente, y que se requiere de parte
del hombre incitado por la gracia un compromiso personal, lo que Bultmann
llama en su lenguaje voluntarista una “decisión” y lo que el mismo
Evangelio llama una “conversión” (metanoia),
es verdad también, que para poder negar razonablemente al creyente el
derecho de creer en Jesucristo, hombre y Dios, sería necesario poder
“disolver línea por línea el testimonio del Nuevo Testamento y transformarlo
en su contrario”[54].
Se
ha podido escribir muy recientemente que para abordar el problema central
planteado a la hermenéutica de la predicación de Jesús, de una manera que no
violente los textos, sino que los haga inteligibles uniendo las diferentes
series de afirmaciones, encontraríamos la mejor base de los dogmas cristológicos
de la Iglesia[55].
Los duros conceptos en los que el dogma cristaliza el misterio de Jesús, son
y permanecen para nosotros “como piedras de las que puede sacarse el
fuego”[56].
Sin
desconocer ni menospreciar las nuevas aportaciones de lo que se denomina las
ciencias humanas, tenemos el derecho de no dejarnos atemorizar por el uso
indiscriminado que puede hacerse de sus métodos y de sus resultados[57].
Tenemos el derecho de opinar que en las máximas absolutas y en las pretensiones
totalitarias de un determinado número de representantes suyos, sobrepasan extrañamente
los limites de sus posibilidades y dan prueba de un dogmatismo contrario al espíritu
científico[58].
El que confunde despectivamente el amor a Jesucristo con alguna forma baja o
ciega de sentimentalismo, el que sólo ve en la adhesión a la persona de
Jesucristo una manifestación de infantilismo desfasado para nuestros tiempos,
corre el peligro de abrir el camino a una repetición de ese miserable estado
que San Pablo caracterizaba como “sine affectione”[59].
Querer
oponer el amor del prójimo al amor de Cristo, que es su fuente y a la vez
garantiza su valor concreto y profundidad, es una pura arbitrariedad, como nos
lo prueba abundantemente el ejemplo de los que desde hace veinte siglos han
bebido en esta fuente. Ayer todavía un Charles de Foucauld, el “hermano
universal”, un Jules Monchanin, una Edith Stein, y tantos otros... Hay que
rechazar estas falsas oposiciones, estos “desastrosos dilemas”, propuestos
incesantemente por una reflexión superficial o por apriorismos pasionales[60].
Como frutos de este “vértigo de disociación que invade y roe el pensamiento
contemporáneo”[61],
se reducen siempre a separar lo que Dios mismo ha unido, a destruir los
dos mandamientos del Señor, al obstinarse en separar lo que es una misma cosa.
“Si
alguna vez, se ha escrito justamente, alguien ha mostrado lo que significa la
mediación, ése es Barht”, en la hora sombría del nazismo[62],
ese Barth a quien se reprochaba su verticalismo abrupto y su cristología
ortodoxa, ese Barth que quena olvidar todas las diferencias de pensamiento con
aquel cuya teología aborrecía, cuando le veía “ligado a Jesús por una
relación personal que con razón podemos calificar de amor”[63].
Por esta misma causa queremos olvidar nuestras propias diferencias ideológicas
con él.
En
fin, para apreciar lo que es o no es el verdadero Cristianismo, preferiremos
siempre referirnos a los santos que lo viven, hoy como ayer, sin intentar
rebasarlo por ninguna especie de “superación dialéctica”, más bien que a
filósofos que pretenderían anularlo; esta preferencia no lleva consigo a
nuestros ojos ningún menosprecio de la filosofía.
Estas
reflexiones demasiado apresuradas no quisieran oponer una rotunda negación a
las objeciones señaladas. Sólo pretenden oponerse a conformismos
destructores. Quieren ser al mismo tiempo una urgente invitación a la puesta en
marcha más decidida de un vasto programa de investigaciones. A pesar de una
masa enorme de trabajos, demasiado desconocidos, poco difundidos en la masa
cristiana, este programa, al que antes aludíamos, no ha llegado todavía a
toda su plenitud ni a toda la audacia deseables. La simbiosis del espíritu crítico
y del espíritu religioso es siempre una garantía de renovación cristiana.
Pero si son muchos todavía los progresos que nos quedan por realizar en este aspecto —y los resultados adquiridos no son más que una llamada para provocar nuevos progresos— nada nos impide hoy repetir confiadamente, siguiendo a un sabio eminente, Jean Ladniére: “Nuestras obras se van con el polvo de los siglos, hacia la hemorragia universal de neguentropía que arrastra todas las cosas en este mundo hacia la muerte. Pero ha comenzado una claridad que ya no se extinguirá nunca. Ha aflorado en la oscuridad de Nazaret y llega a nosotros a través de los siglos: nos arrastra más allá de todos los nacimientos y de todas las muertes, hasta el momento del juicio y de la plenitud, hasta la vida futura, hasta las profundidades de la eternidad, es decir, hasta el mismo centro de la verdad. La esperanza ha comenzado: ya no puede morir”[64].
La segunda condición fundamental es el amor y la preocupación por la unidad católica. Lo primero está estrechamente unido con lo segundo. El conocidísimo contraste que algunos se complacen todavía en nuestros días en poner de relieve, entre la Iglesia y el Evangelio es un tema fácil, porque es bien claro, hay que repetirlo, que en ninguna época. en ningún lugar, la Iglesia, en sus miembros, es plenamente fiel. El pecado, que reina en todas partes en el mundo, no la perdona, ni el pecado ni todas las demás manifestaciones de la debilidad humana. No por eso deja de ser un tema falaz. Porque es siempre verdad que la Iglesia nos transmite el Evangelio, y que hoy más que nunca nos insta, por sus voces más autorizadas, y con tanta pureza y vigor como pocas veces se ha visto, a una renovación auténticamente evangélica. Más aún, sea lo que sea de los casos particulares, es hoy más verdad que nunca que la crítica generalizada que ataca a la Iglesia, está ligada con un movimiento que se aparta del Evangelio. El encarnizamiento con el que se opone a las enseñanzas de sus jefes espirituales “la, opinión pública mundial”, no hace más que revelar de un modo evidente una disposición que en muchos otros casos podemos distinguir con toda facilidad.
No
habría por qué preocuparse demasiado con tales juicios si procediesen del
exterior. Pero cuando dentro de la misma Iglesia todos creen que su misión es
criticar a placer; cuando todos —¡qué apóstoles tan celosos!— quieren
hacernos creer que están prestando un servicio a la Iglesia; cuando todos se
amparan en su pretendida madurez, rechazan toda disciplina[65]
y se proponen refundir dogma y moral a su capricho[66];
cuando el mismo teólogo se convierte en agitador; cuando imitando a ese
“progresista” (—proagôn) de que
habla San Juan[67],
olvida la misión que constituye la única razón de ser de su autoridad. y
se yergue como maestro supremo. que pregona su ciencia individual como norma de
la fe, la Iglesia comienza a desintegrarse. Cuando el centro de la unidad es
el blanco preferido de los ataques más apasionados, al creerse cada cristiano
con derecho a lanzar al sucesor de Pedro ante el mundo entero, reproches
altivos, la Iglesia, toda la Iglesia, queda herida en su corazón. Los que en
el momento actual condescienden con tales excesos, no saben lo que hacen.
Sea
cual sea el pretexto invocado, vuelven la espalda al Evangelio. Escandalizan, en
el sentido riguroso de la palabra, a muchos de sus hermanos. Alientan,
consciente o inconscientemente, la proliferación de grupúsculos cuyas
pretensiones sectarias sólo rivalizan con su raquitismo espiritual. Insultan
a todos los que todavía conservan algún sentido de las exigencias del nombre
cristiano. Entristecen a todos los hombres de corazón. En cuanto de ellos
depende, arruinan a la Iglesia: porque una Iglesia en que se impusiese este
desorden o en la que reinase esta anarquía, quedaría abocada a su perdición.
Y entre tanto perdería su eficacia, su entusiasmo misionero, su espíritu ecuménico[68].
Permítasenos oponer un sencillo testimonio a estos desbordamientos anárquicos que nunca carecen de flamante fraseología para maquillarse.
Es
el testimonio póstumo de una mujer de inteligencia superior, que pasó toda
su vida al servicio de los pobres, en un ambiente incrédulo y hostil. Se han
recogido después de su muerte. ocurrida en 1964, algunos breves escritos de
Madeleine Delbrel.
El
lector puede aprender en ellos a reconocer lo que es una auténtica
espiritualidad cristiana. Puede compararla a la pureza refinada de ciertas
espiritualidades cerebrales, en nombre de las cuales se crítica el
cristianismo “vulgar”, que ha sido el único cristianismo conocido por los
Santos y por los cristianos corrientes hasta nuestros días[69].
He aquí un extracto de una carta que Madeleine Delbrel escribía en 1952:
“He
participado desde hace dieciocho años en la vida de una población no solamente
sin fe, sino sin tradiciones cristianas; he estado ligada muy profundamente a
lo que la Iglesia en Francia ha producido de «nova et vetera»;
me he persuadido de que nuestra fidelidad exige un impulso misionero cada vez más
ardiente al mismo tiempo que un enraizamiento de obediencia cada vez más
fuerte. Como consecuencia de todo esto deseé ir a Roma en nombre de todos
nosotros... Para que fuese un acto de fe y nada más que un acto de fe, llegué
a Roma por la mañana y fui directamente a la tumba de San Pedro...; allí
permanecí todo el día y regresé
a Paris por la tarde”[70].
¡Admirable
grandeza de este sencillo gesto! Es más eficaz para mantener la cohesión de la
Iglesia que tantas otras actitudes contrarias para desintegrarla. Este sentido
de la necesidad de la unidad católica está por otra parte más acá. o si se
quiere, más allá de todas las discusiones que se pueden iniciar legítimamente,
dentro de los límites de la institución divina y sin recurrir a los medios
de presión, sobre el mejor medio de gobernar a la Iglesia en un momento dado, y
vistas las circunstancias.
El
teólogo no se sale de los limites de su especialidad profesional, al entregarse
a esta tarea[71]. Problemas, como suele
decirse, de “estructuras”, proyectos de “adaptación”. Importantes,
ciertamente. pero no los más trascendentales; planes de reformas
Institucionales, de las que seria absurdo quererlo esperar todo y que por su
misma naturaleza no nos darán una solución perfecta. Si no estuviesen situadas
en un determinado contexto, al servicio de una renovación interior[72],
nos enfrentaríamos únicamente con reformas tecnocráticas nocivas, hasta
en su mismo éxito aparente, a causa del espíritu que contribuirían a
difundir.
Por otra parte, es muy fácil prodigar las pinceladas negras al pintar la realidad, cualquiera que ésta sea, para encontrar precisamente una fórmula reformista de signo inverso. No es un teólogo “reaccionario”, ni un “curialista” el que denunciaba recientemente la “grosera oposición”, voceada aquí y allá, “entre una tendencia representada por la curia romana y una tendencia progresista”, como si la primera fuese la causa de todos los males y la segunda, la anunciadora de un nuevo paraíso. Lo único que consigue esta mezcla de maniqueísmo y utopía es ocultar las realidades profundas y las tareas serias. Este fariseísmo desencadena fácilmente algunas pasiones, pero si tiene alguna eficacia, será sólo para destruir. Y nos damos cuenta de que después de tantos manifiestos, de tantas críticas y de tantas promesas, lo único que se perfila en el horizonte es una pálida ideología política o un vaporoso fantasma de sociedad dominada exclusivamente por lo “carismático”.
No confundiremos con estos excesos o estas ignorancias, el esfuerzo de los que se interesan activamente, aunque alguno lo haga estrepitosamente, en las reformas posibles, sin depositar en ellas toda su confianza y sin olvidar las llamadas siempre urgentes del Evangelio. Para concluir, diremos que no se trata en absoluto de proscribir o de obstaculizar la investigación; muy al contrario, se trata de crearle el clima que debe permitir su desarrollo pacífico y fructuoso.
¿Cómo
concluirá esta crisis que sacude actualmente al mundo? ¿A dónde nos llevará?
¿Será dar pruebas de demasiado optimismo o la juzgaremos demasiado olímpicamente
desde las estrellas, si prevemos, finalmente, para nuestra especie un nuevo
salto hacia adelante? Y
si la observamos en sus repercusiones en el interior de la Iglesia, por
muy lamentables que sean tantos síntomas, por muy dolorosos que sean tantos
episodios, ¿ no tenemos razones más sólidas todavía para esperar un final
feliz? Quien dice crisis, dice a la vez ruptura de equilibrio, búsqueda de un
nuevo equilibrio[73];
mezcla inestable y discernimiento. ¿No se necesita tiempo para
conseguir este nuevo equilibrio? ¿No es inevitable que se imponga finalmente la
clarividencia después de haber disipado las nubes turbias? ¡Cuántos tanteos
serán necesarios, cuántos experimentos inútiles; antes de que se encuentre
el camino acertado!
Es
igualmente prematuro predecir cómo serán los frutos del Concilio, cómo se le
comprenderá, aceptará y explotará, en definitiva. La historia nos dice que
profundos cataclismos religiosos siguieron a los Concilios precedentes, en
circunstancias históricas muy distintas, es cierto. Se ha dicho muy
frecuentemente que el Concilio no debía ser un punto de llegada, sino un punto
de partida. Algunos han podido abusar de esta fórmula para buscar algo muy
distinto de lo que el Concilio pretendía, y a veces para contradecirlo
abiertamente, en nombre de un futuro y posible Concilio que debería confirmar
y bendecir las peores divagaciones. Pero no por eso, esta fórmula deja de ser
verdadera, si se quiere decir sencillamente que toda enseñanza, toda decisión
importante tienen múltiples implicaciones que no se explicitarán sino muy
lentamente; que no se podrá consolidar sin más las enseñanzas y las
decisiones del pasado, ni habrá que pasar el tiempo indefinidamente en
comentarlas. Las debemos aplicar; y sus aplicaciones más fieles, las que saben
descubrir el espíritu en la letra, comportan siempre un amplio margen de
riesgo.
Aquí
pueden unirse fraternalmente los espíritus más preocupados por conservar íntegramente
el tesoro de la Tradición Católica en una continuidad perfecta, y los espíritus
más conscientes de las fuerzas vigorosas que, bajo la inspiración del
Evangelio, nos impulsan siempre hacia adelante. Aquí podrán asociarse. Con tal
de que unos y otros caigan en la cuenta de que su única salvación, la única
unanimidad deseable ha de realizarse en una misma adhesión inquebrantable a
la Iglesia viva, en cuyo seno cada uno debe desempeñar lealmente su misión.
Con tal de que unos y otros sepan renunciar a polémicas inspiradas en el amor
propio y en el espíritu partidista, cuyo resultado más claro seria reforzar y
endurecer a aquel que tenemos como adversario, y desgarrar más aún al Cuerpo
de Cristo. Los que, no siempre sin razón, se creen más clarividentes en
tantos problemas planteados al pensamiento y a la acción cristiana, deben
persuadirse de que ellos también pueden equivocarse, y de que hay una
clarividencia, más preciosa todavía, y que les es tanto más necesaria: la
clarividencia prometida a los humildes.
Algunos
sufren hoy día la tentación de abrevarse copiosamente en las aguas de Meribá,
esas aguas agrias y encenagadas de la “contestación”; aguas corrosivas que
roen el espíritu, lo vacían hasta el nihilismo, si se entrega al morboso
placer de saborearlas. Es posible que cuando se hayan hartado de ellas hasta
la náusea, sentirán una sed más ardiente de la Palabra de Dios, esta
Palabra que resuena incesantemente en lo hondo del corazón. Es posible que un
día descubran que se abre un campo ilimitado de investigación, no en el
vagabundeo por eriales secos y amorfos, sino en el interior del Misterio de la
Fe, celosamente custodiado por la Esposa de Cristo a través de todas las
vicisitudes.
¡Cuántos
continentes por explorar![74]
¡Cuántas iniciativas por poner en marcha! Y ¡qué ímpetu tan incoercible
nos comunica el Espíritu!
¿Cómo
terminará la crisis? Mientras dure el mundo, no hay por qué esperar un
desenlace final definitivo. En cuanto a la tempestad que sopla actualmente,
seria poco razonable pensar que pronto dejará de sacudir al pueblo cristiano.
El que se aproxime a su fin, posiblemente no tendrá la felicidad de verla
apaciguarse. No por eso dejará de entonar, en la alegría, su Nunc
dimittis, porque aunque no espere contemplar con sus ojos carnales ni
poseer en sus manos la salvación, se apoya, sin embargo, en la Palabra
infalible: “Felices los que no vieron, y han creído”. Felices los que no
vieron, y han esperado.
[1]
25 de noviembre 1988, Comisión de estudios sobre la
violencia.
[2]
“El
arte ha representado por anticipado el mundo desintegrado
por la <bomba>; del mismo modo que Picasso y Kafka han descrito por
anticipado la sociedad concentracionaria”: OLIVIER CLÉMENT Apropos de la beauté: crise et promesses, en “Axes”, tomo 1º,
enero 1969, pág. 12.
[3]
ERIK WEIL,
Philosophle
politique, Paris, Vrin, 1956, páginas 94-95.
“Es
que la sociedad por su misma esencia exige que la individualidad
desaparezca. Ahora bien, la sociedad exige esta desaparición, de la misma
individualidad, y sólo de ella puede esperar conseguirlo. Pero la misma
individualidad permanece irreductible, porque la sociedad la exige que se
sacrifique a sí misma, y la fija de
este modo en una situación de conflicto...”
[4]
Violence et langage, en
“La Violence” (Recherches et débats), Paris, Desclée de Brouwer, 1967,
págs. 83-84.
Es lo que veía venir DIETRICH BONHOEFFER desde 1944:
el mundo —advertía— se organiza más y más con el fin de
independizarse de la naturaleza, multiplica las organizaciones técnicas
de todo género, pero de esta protección contra las amenazas naturales
brota una amenaza nueva nacida de la misma organización, porque este mundo
se caracteriza al mismo tiempo por un vacío espiritual: “La energía
espiritual brilla por su ausencia”. Résistance et soumission, págs. 178-181. Cf. el comentario de ANDRÉ DUMAS, Une
théologie de la réalité. Dietrich Bonhoeffer (Labor et fides, Ginebra, 1968), páginas 319-320.
[5]
Ibid., pág. 92. Estas líneas
se habían escrito un año antes de los acontecimientos de mayo y junio de
1968 en Francia.
Se leerá sin duda con interés estas líneas
convergentes de JACQUES PIRENNE, Les
grands courants de la civilisation universelle, tomo 2.0, pág. 313: “Sin que pudiera sospecharlo, el Occidente ha sufrido
profundamente por haber roto con la cultura varías veces milenaria del
Oriente. Al perder su fantasía, su humanidad ha comenzado a encaminarse
hacia ese materialismo férreo que, orientado hacia la obtención de una
utilidad directa y tangible, iba a darle en pocos siglos, es verdad, un
dominio innegable del mundo, pero a costa de un «realismo», que un día
habría de entregarlo a la más espantosa de las crisis que jamás haya
conocido la humanidad y durante la cual habría de lanzarse a una obra
despiadada de autodestrucción, por haber perdido el sentido de los
verdaderos valores”. Citado por TH. STROTMANN, Karl
Barth. et VOrtent chrétlen, en “Irenikon”, 42 (1969), pág. 42.
[6]
Discurso
de recepción en la Academia Francesa, 5 de junio de 1969.
[7]
PAUL
CLAUDEL, Mémotres improvtsés (París,
Gallimard, 1954), pág. 73, a propósito del personaje de Ana, en La
Ville. En este tiempo, dice Claudel, “veía en la anarquía un gesto
casi instintivo contra este mundo congestionado, asfixiante, que nos
rodeaba...”
[8]
Véase,
por ejemplo, KARL BARTH, La théologle
protestante au XIX siécle (Ginebra, Labor et fides, trad. Lore Jeanneret, 1969), pág. 453. El
diagnóstico afecta ante todo a las regiones germánicas y protestantes; los
que han podido observar la vida religiosa en Francia entre las dos guerras
saben que puede aplicarse también al siguiente período del catolicismo
francés.
[9]
Hemos
hecho un primer análisis de esta situación en l’Eternel Féminin, estudio sobre un texto del Padre THEILHARD DE
CHARDIN (Paris, Aubier, 1968), segunda parte, Teilhard et notre temps, capítulos 1º y 2º.
[10]
YVES
CONGAR, O. P., Au milieu des orages (Paris,
Ed. du Cerf, 1969), pág. 57.
[11]
Cf.,
en nuestra obra, sobre La Foi chrétienne
(Paris, Aubier, 1969, los dos capítulos sobre “l’Unité de la Foi”
y sobre “l’Elan de la Foi”.
[12]
¡
De cuánta fecundidad, por no decir más, no nos privamos por razón de
este exclusivismo! ¡Qué estrechez de espíritu en este actualismo
puntillista, qué reducción del campo de la conciencia! ¡Qué ilusos, si
creen comprender mejor de esta manera a su tiempo y sus problemas!
[13] Cf. KARL BARTH, Dogmatíque (trad.
F. Ryser), volumen 4º, tomo 1º, 3 (Labor et fides, Ginebra, 1967), págs.
54-55:
“Criticar a la Iglesia es siempre una grave
responsabilidad y algo muy peligroso.., cuando uno se siente impulsado, cuando
uno se pregunta si la decisión tomada es indispensable, es decir, impuesta.
Una crítica tácita podría ser según los casos mucho más objetiva y, por
tanto, más eficaz que una explosión de ira, etc.”.
[14]
Institution et charismes, en “La Théologie du renouveau”, Actas del Congreso Teológico de
Toronto, septiembre 1967. (Paris, Cerf, 1968, tomo 1.0, pág. 319). Cf., del mismo: Thoughts on
Theology, after Vatican II, en “The Dublin Review”, Summer, 1968, págs.
106-113; In the light of the Council
(Londres, 1969).
[15]
Noveno
sermón universitario, 2 de diciembre de 1832. n.0 25.
(Trad. PAUL RENAUOIN, Textes newinaniens, tomo 2.~, págs. 208-209).
[16]
“La
suerte de Saúl espera a los que han cometido el pecado de Saúl: la
intranquilidad de espíritu, las aberraciones, el alejamiento de la
presencia divina, la debilidad. las temeridades, los designios inconstantes,
la ceguera de juicio, el miedo a la muchedumbre (= a la opinión), el
alejamiento de los hombres de bien, la sumisión a sus peores enemigos,
los reyes de los amalecitas o las hechiceras de Endor... Este será el justo
juicio de los que confían más en su propia voluntad que en la Palabra de
Dios”.
“Newman, un espíritu sumamente sensitivo, sufría
una agonía interior al ver el asalto del liberalismo a su amada Iglesia
anglicana”: JOHN O. THIRWALL, Newman’s
Poetry and Conversion, en “The Dublin Review”. Spring, 1968. pág.
83.
[17]
Resistance et soumission, cartas
y notas de cautiverio (trad. Lore Jeanneret, Paris,
Librairie protestante, 1963, pág. 104).
[18]
PIERRE EMMANUEL, loc.
cit.
[19]
Cf.
MARGUERITE LENA, Dimensions de l’lntelligence,
en “Axes”, 3, mars 1969, págs. 13-21; págs. 15-16: “Asistimos a
una especialización de la inteligencia en los problemas de medios y a un
rotundo fracaso de la reflexión sobre los fines. El éxito espectacular de
la técnica y el fracaso igualmente manifiesto de los hombres en entenderse
en el plano político son sus signos sensibles... Disponemos de una red
incomparable de medios de comunicaciones, y la comunicación fracasa,
etc.”.
ANDRÉ PRÉAU, Le Vide et le Néant, en “Le Vide” (Hermés, 1969), págs. 100-101: “No conocemos más
que el pensamiento calculador, para hablar como Heidegger. Únicamente
conocemos la razón, orgullosa, pero al mismo tiempo nerviosa, dispuesta
a acusar y a condenar. Ignoramos las fuerzas del pensamiento reflexivo...”
[20]
“Si
algo hay que rechazar, es la pretensión del entendimiento que se cree el
único capaz de conocer al hombre exhaustivamente y de reconstruirlo. Por la
brecha que habrá que abrir un día en la muralla positivista, cuyos
defensores están siempre vigilantes, hasta las filas de los teorizantes del
negativismo; el torrente universal de valores, las palabras esenciales
ridiculizadas, su misterio, en que razón y corazón se unen, se precipitarán
para fecundar nuestro árido espacio mental”. PIERRE
EMMANUEL, loc. cit.
[21]
Acerca
de las condiciones esenciales de un intento de lenguaje nuevo, se puede
consultar a H. SCHLIER,
Essais sur le Nouveau Testament (trad.
A. Llefooghe, Lectio Divina, Ed. du Cerf, 1968, págs. 88-89).
[22]
Es
sorprendente la arbitrariedad de la exégesis bultmaniana en demasiados
casos. Constituirla un verdadero enigma si no se conociesen un poco sus raíces
doctrinales, digamos con más exactitud, doctrinarias: la aplicación sistemática
del existencialismo heideggeriano, el viejo patrimonio del mito de las
comunidades creadoras, la transposición de la sola fide luterana a la idea de que para obtener una fe cristiana
auténtica nada es necesario saber de Jesús que pueda inducir a creer en
él: “No hay diferencia entre la seguridad que se apoya en las buenas
obras y la que descansa sobre un conocimiento objetivante”.
Seria necesario decir algo sobre los equívocos de su empeño de “desmitologización”. Cf. H. ZAHRNT, Aux prises avec Dieu, la théologie protestante au XX siécle (trad. A. Líefooghe, Ed. du Cerf. 1969), capitulo 1; R. MARLÉ, Bultmann et la lot chrétienne (“Foi vlvante”, 40, Paris, 1967>.
[23]
“No
ha adaptado el Cristianismo a una evolución del mundo llegado a su madurez,
un mundo moderno que se habría convertido de este modo en una norma
determinante para él”: ANDRÉ
DUMAS, Une théologie de la réalité, Dietrich Bonhoeffer (Ginebra. Labor et fides, 1968), pág. 38.
“¡Pobre Bonhoeffer! Del pensador de frases
tensas y profundas... se ha hecho un hombre de unos cuantos «slogans» raquíticos”;
EDMOND GRIN, La pensée d’un prophéte
contemporain, en “Etudes Théologiques et Religieuses” (Montpellier),
44, 1969. pág. 109.
[24]
GEORGES CRESPY, Une théologie pour demain, en “La Vie
Protestante”, 19 abril 1968.
[25]
YVES
C0NGAR, Au milleu des orages, pág. 8:
“Algunas impugnaciones no se inspiran en el Concilio; a veces lo
contradicen: impugnaciones que terminan demoliendo y saqueando”.
[26]
Se
esfuerzan entonces por llevarnos a “la fe de Israel”. que según ellos la Iglesia habría abandonado hace mucho tiempo por el
“platonismo”: se debería eliminar no sólo todo dualismo, sino toda
dualidad de naturaleza y sobrenaturaleza.
de libertad humana y de gracia, de revelación general y particular, de tierra y
de cielo...
[27]
KARL BARTH, Credo, pág. 226. Abreviamos un poco (trad. P. et J. Jundt, Paris. “le sers”, 1956). Barth
ha llamado la atención más de una vez a los católicos para ponerlos en
guardia contra la tentación de renovar hoy día los errores cometidos en el
pasado por el pensamiento protestante.
[28]
YVES
CONGAR, op. cit., pág. 88:
“Hay una manera de defender la idea de Pueblo de Dios y de concebirla que
no es enteramente correcta. Frecuentemente los fieles reivindican la
libertad de decisión o toman una iniciativa diciendo: somos el Pueblo de
Dios, como si esta expresión tuviese el sentido político de pueblo,
opuesto a los gobernantes: como si designase una simple yuxtaposición o
masa indiferenciada, no una comunidad estructurada, etc.”.
Véase la puntualización de PIERRE EYT, Vers
une Eqlise démocratique?. en la “Nouvelle Revue Théologique”. 91,
junio-julio 1969. págs. 597-613.
En el mismo sentido se opone la democracia de hoy al paternalismo de
ayer, pero denominando paternalismo a todo ejercicio real de la autoridad
espiritual.
[29]
“En
muchos ambientes embriagados de triunfalismo conciliar, se ha hecho
imposible hablar de la ambigüedad del mundo sin que a uno le lancen a las
tinieblas exteriores de la reacción”: RENÉ PASCAL,
en “Esprit”, febrero 1967. página 379.
Únicamente haremos alguna reserva sobre la palabra “conciliar”.
[30]
MAURICE BLONDEL, conversación con Paul
Archambault. citado por Paul Archambault L’oeuvre
philosophique de Maurice Blondel (Paris, Bloud et Oay, 1928), pág.
190. “Cuando se ha visto, decía Blondel, lo que se llama ver, el sentido
auténtico de la Buena Nueva, cuando se ha recibido toda la enseñanza
sobre la gracia y la vocación sobrenatural del hombre, no se corre ya el
riesgo de caer en el naturalismo...; una confusión es inimaginable...”
[31]
Cf. JUAN XXIII, Bula de convocación del Concilio, Navidad de 1961: ‘Lo que se
exige ahora a la Iglesia, es que infunda las energías eternas vivificantes
y divinas del Evangelio en las venas del mundo moderno”.
[32] Será muy útil la lectura, aun haciendo las debidas reservas sobre su posición protestante, de las siguientes reflexiones de OSCAR CULLMANN: “Si en el pasado la Iglesia católica se ha encontrado en falsas situaciones, según nuestra opinión, se debía a que se ha mundanizado demasiado en vez de someter su compromiso necesario en el mundo a un principio superior. Por eso, una renovación de la Iglesia católica no podrá continuarse por el camino de una adaptación «forzada» ... Toda renovación será una profundización de lo que constituye el fundamento de la fe”. Eléments permanents et changeants du message chrétíen d’aprés le Concile, trad. R. Oeschlin, en Borne nous ínterpelle, le Concile vu par le Observateurs luthériens, t. 2. (Neuchátel, Delachaux et Niestlé, 1967), pág. 155.
[33]
Hemos
explicado más ampliamente algunos de estos puntos al comentar parcialmente
las tres grandes constituciones conciliares: 1. La révélation divine, commentaire
du proemium et du chapitre premier (Paris, Ed. du Cerf), 1968, t.
1. — 2. Para,doxe et mpstére de l’Eglise (Paris, Aubier, 1967). — 3. Athéisrne et sens de l’homrne, une double requéte, de “Gaudium et Spes” (coll. “Fol Vivante”,
Paris, Ed. du Cerf, 1968).
[34]
Cf.
el Decreto Perjectae caritatis, n.0’
1, 2, 25 y passim. El R. P. P. R. RÉGAMEY
señala principalmente en la hora presente un “resentimiento contra
la vida interior” y un abandono de toda “disciplina”, “desastre
espiritual, no solamente cristiano, sino simplemente humano”: La vie religieuse “pneumatique”, en “Vie Consacrée”, 41,
1969, págs. 193-213.
[35]
Hablando
de la caída de una parte del cristianismo protestante en el liberalismo e
inmanentismo, KARL BARTII advertía
de manera análoga, en los pensadores responsables, “una especie de
canonización de esta caída”: Dogmatique,
trad. J. Ryser, vol. 14, t. 1 (Labor et lides, Ginebra, 1967>, pág. 15.
[36]
Patientia pauperum
non peribit in finem (Salmo 9): esta paciencia
será la que, en definitiva, ha de prevalecer.
[37]
HANS
URS VON BALTHASAR, La foi des pauvres.
[38] Vaticano II, Constitución Lumen gentium. n.0 42.
[39]
No
sin fundamento M. PIERRE-HENRI SIMON ha hablado de “esos teólogos
avanzados que se manifiestan en los semanarios vanguardistas para incensar
los ídolos”: en Choisir (Ginebra),
abril 1969, pág. 29. Cf. 2 Tim. 2,17-18; y la última recomendación del
anciano apóstol Juan, 1, 7, actual en toda época (1 Jn. 5, 20): “Hijitos
míos, cuidado con los ídolos”.
[40]
Constitución
Dei Verbum, cap. 1, n.0 4;
cap. 2, n.o 7, FRANZ MITSSNER, Evangtle
et centre de l’Evangile, en “Le message de Jésus et l’interprétation
moderne (Paris, Ed. du Cerf, 1969). Jesús es el Evangelio, como es el
reino, según la célebre expresión de Origenes: autobasileia.
[41]
Cf.
la intervención de DOM CHRISTOPHER BUTLER en la Congregación General,
segunda Sesión del Concilio (1963).
[42]
HANS
URS VON BALTHASAR, La joie et la paix,
en ‘Concilium”, 39, 1968.
pág. 86.
[43] P. R. RÉGAMEY, La Croix du Christ et celle du chrétien. (coll. “Foi Vivante’. 12, 1969), pág. 6.
[44]
Cf.
2 Cor. 4, 5; 1 Petr. 1, 7-9, etc. Los cristianos son “aquellos que
pertenecen a Cristo Jesús” (Oi toú Christoú Iesoú:
Gal. 5, 24). Cf. nuestra Méditation
sur l‘Eglise, ch. 2 (coll. “Foi Vivante”, págs. 41-44). HANS URS
VON BALTHASAR, Chi non ama il Signore,
sia anathema, en el “Osservatore Romano”, 5 abril 1969, pág. 3.
[45]
Rom.
8, 38-39.
[46]
Véase
L’Eternei Féminin, segunda
parte, Teilhard de Chardin et notre
temps, cap. 4, especialmente págs. 296-297.
Cf. P. TETLRARD DE CHARDIN, Le Mtlieu divin (Ed. du Seuil, 1957), pág. 156.
[47] HANS URS VON BALTHASAR, La gzolre et la croix, t. 1 (trad. Robert Givord, coll. “Théologie”, Paris, Aubier, 1965), pág. 398: “Jamás ha podido demostrarse una separación entre un Jesús de la profecia veterotestamentaria, que sirviese de telón de fondo de los Sinópticos, y un Jesús divinizado por Pablo y Juan. Los textos no lo autorizan, a no ser que se corneta una carnicería filológica tal que el conjunto de la figura espiritual, que es clara y transparente en la hipótesis de la identificación, degenere en un enigma lleno de contradicciones”.
[48] Cf. supra, pág. 34, nota 22.
[49] H. ZAHRNT, Aux prises avec Dieu, la théologie protestante du XIX siecle, op. cit., pág. 333.
[50] B. BULTMANN, Glauden und Verstehen,
t. 1, pág. 3 (en ZAHRNT. ibid.).
[51] Jesus von Nazareth (Stuttgart, 1956), págs. 21-22 (ZAHRNT, págs. 348-349).
[52] Citado por ZAHRNT, op. cit., pág. 352.
[53] HANS URS VON BALTHASAR, op. cit., pág. 397.
[54] KARL BARTH, Dogmatique, trad. fr. vol. 4, t. 1, 1, (1966), pág. 171.
[55]
HEINZ
SCHITERMANN, L’herméneutique de la
prédication de Jésus, en “Le message de Jésus et l’interprétation
moderne”, pág. 149. Cf. CHRTSTOPHER BUTLER, L’Idée
de l’Eglise (tr.fr. 1965), pág. 205: “No es muy probable que la
conciencia colectiva haya creado al Jesús del Nuevo Testamento...; es mucho
más verosímil que no haya conseguido, en su transmisión de los hechos,
estar a la altura de su grandeza y de la sublimidad de su pensamiento”.
[56]
DIETRICH
BONHOEFFER, citado por MARLÉ, D. B. Témoin
de Jésus-Christ parmi ses fréres (Casterman, 1967), pág. 60. Cf.
ROGER MEM, La théologie protestante (Paris,
P. U. F., 1966), pág. 40.
[57]
Este
uso “no debe hacer olvidar al teólogo la Palabra de la cual él es
depositario e Intérprete”; teología y filosofía protestan una y otra
“contra las intromisiones ilegitimas de las ciencias humanas en su propio
dominio. Cada una a su manera protesta, cuando se las pretende disolver én
un universo gobernado por la tecnocracia, porque la filosofía estudia el
ser y la teología custodia la Palabra”: GABRIEL WIDMER, Théologie
et Philosophie, en “Revue de Théologie et de Philosophie” (Lausanne),
1968, págs. 378-379.
[58]
Cf.
ANTOINE DELZANT, La science, mythe de
la philosophie, en “Axes”, 2, febrero 1969. ROGER SCHUTZ ha
hablado de esos hombres que demasiado engreídos de la superioridad que
creen deber a su ciencia, “se transforman en los grandes magos del mundo
presente; pretenden ser los propietarios de la clave del conocimiento,
cuando sólo llevan consigo ruinas y fracasos”: Violence
des pacifiques (Les Presses de Taizé, 1968), pág. 165.
[59]
Rom.
1, 31.
[60]
P.-R.
RÉGAMEY, La vie reliqieuse, vie “pneumatique’,
loc. cit., pág. 207.
[61]
Cf.
ETIENNE BORNE, Présence de Dieu dans
un monde qui change, en “Recherches et déhats”, 64, 1969, Problémes actuels du catholicisme français. pág. 35.
[62] GEORGES CASALIS. KarI Barth (Ginebra,
Labor et fides, 1960), pág. 48.
[63]
La théologie protestante au XIX siécle, pág. 459 (Post-face). Véase también
el ejemplo citado por el mismo Barth en su Doqmatique
<vol. 4, t. 2, 1. pág. 13>, de San Nicolás de Flue.
[64] JEAN LADRIÉRE, Pour une conception organique de l’Université, en la “Nouvelle Revue Théologique”, febrero 1968, pág. 163. Véase también PAUL TOINET, Promotion de la foi (Paris. Beauchesne, 1969, cap. 6; Actualité de Jésus
[65]
Sea
adulto o no, “nadie, observaba DIETRICH B0NHOEFERR, experimentará la
libertad sino mediante la disciplina” (en MARLÉ. op. cit., pág. 118). Pero ¡con cuánta más razón. cuando se trata de
la palabra liberadora! Es paradójico que se deba recordar esta observación
evidente a tantos “reformadores” de hoy día.
[66] Es enorme el quehacer de la teología católica, porque, como dice el P.
BERNARD ,J. F. LONERGAN, “there are very real limitations to Hellenism
that have been transcended by modern culture and have yet to be
successfully surmounted by Catholic theology. But that task is not helped,
rather it is gravely impeded, by wild statements based en misconceptions of
suggesting unbelief”: The
Dehellenization of Dogma, en “Theological Studies”, 28, 1967. pág.
347. Debe
leerse y meditarse este importante articulo.
[67]
2
Jn. 9,
[68] Jamás seremos demasiado conscientes de la miseria de nuestra Iglesia, si pensamos en su misión divina; pero que sea la conciencia de nuestra miseria, en la confusión de nuestro propio corazón, no en la arrogancia. En este caso. si la ocasión lo exige, sabremos ser libremente audaces, siempre dentro del respeto mutuo, con esa “parresia” que es una de las virtudes más nobles del Cristianismo.
[69]
La joie de croire (Paris,
Ed. du Seuil. 1968). pág. 107, etc.
[70]
La joie de croire, pág.
7. Cf. pág. 8: “Como consecuencia de cierto número de hechos ocurridos
en estos últimos meces, sentí un gran deseo de ir a Roma. Roma es para mí
una especie de sacramento de Cristo-Iglesia... Quería hacer esto con plena
fe: pasar un día en San Pedro y orar plenamente. Llegué el 6 de mayo a las
8,45... Fui directamente a San Pedro. Salí dos o tres veces para comer o
hacer unas compras. Aparte de esto, permanecí donde me parecía el mejor
lugar de mi oración: el altar del Papa y
la tumba de San Pedro. Tomé el tren a las 22,10”.
[71]
Véase,
por ejemplo. YVES CONGAR, op. cit.. págs. 65 ss.: “Autoridad, iniciativa,
corresponsabilidad”, así como las páginas 115-120: “La Iglesia. mi
hogar materno”, o véase O. PHILIPS,
La mise en application de Vatican II, en “Nouvelle Revue Théologique”,
junio-julio 1969, págs. 561-579.
[72] Oigamos una vez más a M. OSCAR CULLMANN, loc. cit., pág. 157: “La modernización debería proceder exclusivamente de la renovación Interior de la Iglesia y no ser un ideal autónomo”.
[73]
Después
de cada crisis, de cada guerra, ¿ no espera la humanidad, “agitada de
sobresaltos y estremecida por explosiones internas”, las leyes de un
nuevo equilibrio interno? Of. PIERRE TEILHARD DE CHARDIN, La grande Monade, en “Ecrits du temps de la guerre” (Paris,
Orasset, 1965), páginas 238 ss. Pero creemos que este nuevo equilibrio no
ha de ser fatalmente mejor, como tampoco lo pensaba el P. Teilhard, que se
aplica seguidamente a disipar una ilusión demasiado generalizada.
[74]
Se
podrá comparar lo que observa un poeta sobre la finalidad de la poesía,
que “no es, como dice Baudelaire, zambullirse en el fondo del infinito,
para encontrar lo nuevo, sino en el fondo de lo finito para encontrar lo
inagotable’: PAUL CLAUDEL. Introduction é un poéme sur
Dante.